Una sola cosa

 

 

 

 

Sígueme”

(Mateo 19; Lucas 18; Marcos 10)

 

 

¿Qué le faltaba aún a este joven excepcional, que quería hacer algo para obtener la vida eterna? Él lo tenía todo: juventud, prestigio (era un principal del pueblo), era muy rico y, además, era recto, inteligente y amable; su vida era irreprensible ante los ojos de los hombres y estaba convencido de que había guardado la ley de Dios.

 

¿Sentiría la necesidad, algo imprecisa, de una mayor santidad? ¿Esperaba que el “Maestro bueno” a quien le dirigió su pregunta, aprobara su conducta? ¿Esperaría que le dijera: «Tú has hecho todo lo necesario, eres perfecto; ¿quién podría heredar la vida eterna si tú no la obtuvieses mediante tu conducta?»

 

“Entonces Jesús, mirándole, le amó”; no reprendió al joven cuando éste afirmaba que había observado la ley desde su juventud. Pero el mismo Jesús iba a iluminar con su luz el fondo del corazón de este hombre; así iba a hacer que se manifestase el verdadero estado en que se encontraba ese corazón que no se conocía a sí mismo.

 

El joven se fue triste. Quizás estaba dispuesto a pagar un buen precio por la vida eterna, pero no el precio que le proponía este Rabí. Dar a los pobres, de acuerdo, él ya lo había hecho, ¿¡pero despojarse completamente de sus bienes y, para colmo, seguir a este Maestro en su camino de oprobio!?

 

El joven, pues, no era perfecto, mientras que es necesario serlo para tener la vida eterna (Romanos 2:7). Jesús aguijoneó la conciencia de este hombre y lo hizo enfrentar una disyuntiva; él tenía que escoger entre dos cosas totalmente opuestas. Todo o nada. Tú o Yo. ¿No sabes que no se puede tener a la vez el mundo y al Cristo rechazado por éste; que no se puede tener a la vez el mundo presente y el mundo venidero? Finalmente, se trata de decidir acerca de tu vida terrenal: o Jesús que te promete la vida eterna y un tesoro en el cielo, o tus bienes.

 

El rico, como tantos otros, sean ricos o pobres, no se desvelaba por el cielo. Sus pensamientos se centraban en las cosas de la tierra, aun cuando lo hacía como un judío sincero. Tenía su esperanza en el Mesías que habría de venir, a quien Israel esperaba, pero que visiblemente no reconoció en Jesús de Nazaret. Desgraciadamente, eso es característico del hombre en todos los tiempos, del hombre natural, irreductiblemente enemigo de Dios (Romanos 8).

 

“Sígueme”, yo he venido desde mi morada eterna a llamarte para que me sigas, me anonadé, me hice pobre y me humillé, por obediencia a mi Padre, para que tú puedas heredar la vida eterna mediante mi muerte. “Sígueme”; es cierto que mi camino en este mundo es doloroso, pero termina en la gloria celestial. ¿No ves que la multitud de tus bienes te alejan de Aquel que quiere tu verdadero bien? ¡Quítate ese peso de encima! ¡Ven sígueme!

 

Él se fue “muy triste”. El llamado no había hecho efecto. Jesús prosiguió con sus discípulos, de los cuales este joven no quiso ser compañero. Y ya no se habla de él…

 

“Sígueme, es el llamado inicial, el llamado al que uno no puede responder si no discierne que Aquel que llama es el Hijo de Dios.

 

Oír su palabra (Lucas 10:38-42)

Marta recibía en su casa a Aquel a quien, poco después —e incluso en su ignorancia— le diría: “Tú eres… el Hijo de Dios que ha venido al mundo.” Ella se afligía ocupándose en muchas cosas, a fin de que su hospitalidad fuese digna de un huésped honorable. Pero Él, quien sentía más felicidad en el hecho de dar que en recibir, brinda en este mundo ruin el bien más precioso, la Palabra de Dios.

 

Se trataba, pues, de oír esta palabra. María lo había comprendido. Ella, insensible a los reproches de su hermana, la cual reprendía indirectamente a Jesús mismo, se sentó a los pies del Señor y lo escuchó. Hoy, como entonces, es lo único valedero.

 

Pero, se dirá: ¿cómo podríamos hacer esto en nuestros días? Es una pregunta que, por cierto, se formula la inmensa mayoría de las personas. ¿Cómo llevar a la realidad lo que cantamos en un himno: «En un silencio que nos hace olvidar de todo, Jesús, para dejarte hablar, dejando las horas correr»?

 

¡Es imposible en este mundo frenético, febril, sobreexcitado, que acelera cada vez más la velocidad de sus cambios! Es imposible en un mundo amenazado por todas partes y que a la vez tiembla y se aturde, en una civilización vacilante, donde el dinero es rey y dios, donde predomina la violencia; en medio de una sociedad conmocionada, donde hay multitudes que se entregan a la inmoralidad, al ocultismo, a las prácticas más irracionales y a infinidad de otras cosas. ¡No, verdaderamente, no nos pidan lo que es imposible!

 

Habría aún muchas cosas que añadir a lo escrito más arriba. Sería inútil recordar que hace pocos años se trabajaba más apaciblemente, pero sin descanso alguno. La existencia desenfrenada en nuestras ciudades —y que gana rápidamente nuestras zonas rurales—, abarca días de descanso, de «tranquilidad», que se multiplican, de manera que se encuentra suficiente tiempo para las distracciones, costosas o no, para mirar la absorbente televisión, para lecturas malsanas, etc.; pero ya no se encuentra tiempo para escuchar, y escuchar su Palabra.

 

Además de todo esto, podemos hablar de los momentos perdidos mientras se espera un autobús o se busca lugar para estacionar en lugares atestados de vehículos. A pesar de ello hay muchos instantes en que el alma, aunque no tenga la posibilidad de leer la Biblia, puede aprovechar la ocasión para gozar de un momento de recogimiento y para alimentarse.

 

Por otra parte, lo que se quiere ignorar —y ésta es una de las grandes características de nuestra época— es el creciente número de personas solitarias que sufren por el hecho de estar privadas de contacto humano y que no saben cómo «matar el tiempo».

 

Esto es la contrapartida de la existencia, fatigosa hasta el agotamiento, vivida por personas que esperan un final semejante desde que se retiran de la vida laboral; una existencia sin objetivos y sin esperanza. Y vemos que estas personas recorren las calles, que los niños son dejados a su propia voluntad, totalmente abandonados, o que lo son durante las horas de trabajo de sus padres.

 

Todo esto sin hablar de la inquietante falta de trabajo. Enfermos, ya sea en sus físicos o en sus mentes, depresivos, deprimidos, colman los hospitales, las clínicas y las casas de reposo. A menudo, las dificultades de alojamiento impiden que las familias mantengan a los tales cerca de ellas.

 

Se podría concluir el tema de esta creciente marea de necesidades resumiéndolo en esta frase: no ser dejado solo. Creyentes, comprendamos mejor nuestro deber de presentar a estas almas al divino Amigo.

 

Pero primero sepamos “escuchar” su Palabra nosotros mismos. Si no podemos permanecer “a sus pies” como María, Él es el que viene a decirnos: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin.” Reconozcamos la voz del buen Pastor. Ella se hace oír siempre y por todas partes, pero necesitamos tener el oído despierto (Isaías 50:4).

 

Esta voz conocida quiere hacerse oír en el curso de nuestro trabajo, cualquiera que sea nuestra profesión, tanto en la oficina como en la fábrica, así como en el campo. Dicha voz debería constituir para nosotros como un fondo sonoro, dulce, suave, tranquilizante, permanente, que persiste a pesar del bullicio que nos rodea.

 

Ejercitémonos para dar tal testimonio feliz frente al enfermo que está en su cama, cerca del aislado, en las cárceles, en el tren, etc.; esa voz no debe dejar de resonar en cada uno de los suyos.

 

 

Correr derecho hacia la meta (Filipenses 3:14)

El apóstol Pablo decía: “Una cosa hago.” Él había sido tomado, “asido por Cristo” y ahora procuraba “asir” el premio prometido al vencedor de la carrera. Nosotros bien sabemos que nadie pudo alcanzar dicho premio aquí abajo, pero todos estamos invitados a proseguir, como si cada uno pudiera obtenerlo; ¡en el cielo no habrá competencias! Se habrá “alcanzado” el mismo objetivo: Cristo mismo. Habrá recompensas, según su tribunal, pero todos tendrán parte en su gloria, y cada uno se sentirá plenamente satisfecho, así como también Él lo estará.

 

El joven rico no respondió al llamado inicial: “sígueme”. El fiel apóstol oyó el llamado final y respondió a él. El primero implicaba dejar de lado bienes materiales; el segundo, dejar de lado las ventajas espirituales de las que Saulo de Tarso podía prevalerse, olvidar “lo que queda atrás”.

 

Esas ventajas eran un obstáculo para la carrera, tanto por los malos recuerdos como por aquellos de los que la carne se valdría con todo gusto a causa de la buena opinión que ella tiene de sí misma.       Este llamado final viene de lo alto, no de la tierra; es para los ciudadanos del cielo. ¿Cuál hemos recibido?

 

Queridos hermanos y hermanas, séanos concedido —pues todo proviene de la gracia— contarnos entre aquellos que piden para recibir, siguiendo al Señor en su perfecta obediencia, siguiendo a Aquel que fue deshonrado por el mundo; siguiendo al Señor, de quien oímos la Palabra sin cesar; olvidando lo que queda atrás, pero a la vez prosiguiendo, para extendernos con esfuerzo hacia “lo que está delante”; con esfuerzo, pero con la fuerza que Dios provee. Entonces, sin dificultad, ¡nos encontraremos en el mismo camino! Éste es nuestro deseo, acompañado de oración, en los comienzos de un año nuevo.

 

      Gibert A.
 
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