He aquí mi Siervo

 

 

 

Cuando nuestro Señor tomó sobre sí la forma de un siervo, y se ciñó y comenzó a lavar los pies de sus discípulos, no desempeñaba un oficio nuevo, porque la vida de Dios es siempre de servicio, de ministerio. Rige para todos porque sirve a todos. Puesto que Él es el más alto, tiene que ser el más humilde, conforme a la orden eterna del reino espiritual.

 

El ministerio de Jesús era, pues, la revelación de la vida que Dios había estado viviendo desde la eternidad en las profundidades azules del cielo; y si una vez podemos aprender los principios de aquella vida que llenó centenares y millares de hogares de bendición y gozo durante aquellos maravillosos años de ministerio terrenal, tendremos un modelo por el cual podemos formular nuestro servicio a Dios y a los hombres. La vida y el ministerio de nuestro Señor revelaron el ideal de nuestro servicio.

 

No hay duda que este pasaje de Isaías se aplica a nuestro Señor. El Espíritu Santo, por el evangelista Mateo, lo refiere directamente a Él, y dice que su significación fue cumplida completamente por aquella vida sin par, que por un breve espacio arrojó su resplandor sobre nuestro mundo (Mat.12:18).

 

Estas son las cualidades que Jehová nos manda que miremos en el Siervo escogido en el que se deleita su alma: Una modestia divina; una humildad divina; una perseverancia divina.

 

 

La modestia de la mejor obra

Dios está siempre obrando en nuestro mundo, dirigiendo el progreso de los soles, refrescando la hierba con el rocío, dirigiendo el vuelo de los rayos de la mañana y la luz incierta de las luciérnagas, rodeando nuestro andar y nuestro acostarnos. Pero todo este trabajo se hace tan quieta, tan ocultamente, con tanta reticencia en cuanto a su accionar personal, que muchos afirman que no hay Dios.

 

Adereza la mesa del almuerzo cada mañana para millares, en los bosques y océanos y en los hogares de los hombres; pero se retira antes de que podamos vislumbrar a Aquel a quien debemos todo. Sabemos que ha estado obrando; pero se ha ido sin hacer ruido, sin dejar una huella, dejando sólo el toque evidente de su mano.

 

Así fue con la obra de Cristo. Puso la mano sobre la boca de los que proclamaban su deidad o anunciaban su fama. Repetidas veces dijo a los que recibían sus favores, que no debían darle a conocer. Se retiró de entre las multitudes que llenaban los pórticos de Betesda, de modo que el paralítico sanado no sabía quién le había sanado. Se quedó el tiempo necesario entre las montañas de Galilea, hasta que sus hermanos le amonestaron. No voceaba, ni alzaba su voz ni la hacía oír por las calles.

 

Esta cualidad es la marca de Dios sobre el mejor trabajo. Sus más peritos artistas no inscriben sus nombres sobre sus pinturas, ni introducen sus retratos entre sus grupos. Les basta el haber dado testimonio de la verdad y hermosura del universo; no desean otra cosa sino revelar lo que han visto en los más puros santuarios de la naturaleza, o en los brillos transitorios de belleza en el rostro humano.

 

Ganar un alma para Dios; limpiar la cicatriz del leproso; hacer que los ojos ciegos vean; devolver el amado muerto a la madre, a la hermana, al amigo – esta recompensa les basta. Mirar desde la obra cumplida al rostro de Dios; recibir por respuesta su sonrisa; recibir el galardón del Padre que está en lo secreto – esto es el cielo, comparado con el cual las alabanzas de los hombres valen tan poco como sus censuras.

 

¿Estás seguro, siervo-hermano, de que este es el carácter de tu alma, la cualidad de tu trabajo? Porque si no, si en tu alma secreta buscas agradar la dulce voz de la adulación humana, si abrigas el deseo de publicar los resultados de tu obra en los periódicos o que ellos sean tema de la plática de los hombres, te aseguro que el deterioro está corrompiendo rápidamente tu servicio, así como lo hace la podredumbre con la fruta del otoño.

 

Ya es tiempo de que te retires a algún sitio solitario, donde el cieno que obscurece las aguas cristalinas de tu alma pueda quitarse, para que de nuevo no reflejen nada sino el cielo con sus profundidades azules y sus millares de estrellas. El único trabajo que Dios aprueba, que es permanente y fructífero, que participa de la naturaleza de Cristo, es el que ni busca ni necesita publicarse. El pájaro está contento con cantar; la flor con ser bella; el niño con desarrollar su naturaleza ante la amorosa mirada de su madre; y el verdadero obrero, con hacer la voluntad de Dios.

 

 

La humildad de la mejor obra

Los tratos más preciosos de Dios han sido con jóvenes pastores tomados nuevamente de entre sus rebaños; con los hijos más jóvenes sin reputación; con doncellas cuya belleza maduraba en la oscuridad de alguna villa entre las montañas. Ha quitado a los poderosos de su trono, y ensalzado a los mansos y humildes. Y así hizo nuestro Señor. Pasó por alto el palacio de Herodes, y escogió a Belén y su pesebre. Rehusó los imperios del mundo y tomó el camino de la cruz. Escogió a sus apóstoles y discípulos de entre los pobres. Reveló sus secretos más preciosos a los niños. Dejó la sociedad de los fariseos y escribas, y gastó sus energías en cañas cascadas y pabilos que humean, con ladrones moribundos, mujeres caídas y paisanos de Galilea.

 

Una caña. ¡Cuán típica es del corazón quebrantado, abrumado por la pisada del desamor y la tiranía! No hay hermosura en su penacho rojizo. No hay fuerza en su delgado tallo. No hay atracción en el pantano lleno de fiebre donde crece. ¡Y si nadie va lejos buscando una caña, cuánto menos lo hará para buscar una que haya sido cascada por la alegría ruidosa del caballo marino, o por la pisada del campesino. Así se quebrantan los corazones. Demasiado frágiles para resistir la opresión del loco egoísmo y la pisada de la crueldad inmisericorde, sin hacer un sonido se quebrantan, y desde entonces son echados a un lado como una cosa inútil que no merece ni un pensamiento.

 

¡El pabilo que humea! ¡Cómo humea! ¡Cuán lentamente las chispas siguen la una a la otra a lo largo de sus fibras! ¡cuán impotente es para encender la gasa más delgada en una llama! Tan débilmente arde el amor en algunos corazones, que sólo el que lo sabe todo puede saber que hay en realidad amor allí. Tan espasmódico, tan irregular, tan destituido del poder para encender. ¡Ay lector mío, tú y yo hemos conocido horas cuando no las brasas de enebros, sino el pabilo que humea, ha sido el emblema verdadero de nuestro amor!

 

El obrero superficial los pasa por alto con prisa ruda. Los pasa con el fin de buscar un objeto que esté a la altura de sus capacidades. ¡Dame –exclama– una esfera en que pueda ejercer influencia sobre almas fuertes, nobles y heroicas! Dame una arena donde pueda trenzarme con enemigos dignos de mi espada. ¡Dame una tarea donde mi acopio de conocimientos pueda ejercerse adecuadamente! Y si fracasa en esto, considera que no ha sido bien tratado. “No haré nada, si no puedo hacer lo mejor”.

 

¡Qué palabras tan fatuas! Lo mejor, lo más noble, es inclinarse con humildad divina sobre aquellos a quienes el mundo descuida, ejerciendo un ingenio santo, una invención sagrada; haciendo de las cañas cascadas, flautas musicales, o varas para medir la nueva Jerusalén; soplando la chispa del pabilo humeante hasta que casi el que se había acabado en el corazón de un Pedro, enciende tres mil almas dentro de siete semanas después de su extinción amenazada.

 

Esta es también la prueba del verdadero trabajo. ¿Dónde te halla a ti, siervo-hermano? ¿Ambicionas tú una esfera más grande; no queriendo afanarte para explicar el evangelio a los ignorantes; ni interesarte en las constantes recaídas y apostasías de los débiles; ni combatir los temores de los miedosos y faltos de fe; ni componer las perpetuas disputas y querellas de nuevos discípulos; ni ajustar tu paso al de los más débiles y jóvenes del rebaño? ¡Ten cuidado! Tu obra corre peligro de perder su cualidad más noble; el calor está pasándose de la fruta del verano; el tono suave que ama Dios está borrándose de tu pintura; la gracia del día está muriendo. Antes de que sea tarde, vete a solas con Dios para aprender que las almas más nobles a veces se hallan en los cuerpos quebrantados, y la más grande obra a veces emana de las chispas más insignificantes.

 

 

La perseverancia divina

Aunque nuestro Señor se interesa principalmente con la caña cascada y la mecha que arroja poca luz, Él no es ni la una ni la otra. No desfallece ni se desalienta. En el mundo primitivo las plataformas sucesivas, en las que obraba en la escala ascendiente de la creación, fueron perpetuamente sumergidas por las olas del caos que se llevó de ellas todo lo que les había hecho; pero a través de todo, perseveró hasta que los cielos y la tierra que ahora existen se presentaron vestidos de una hermosura que mereció de los labios del Creador el veredicto: “Es bueno”. Así será en el mundo espiritual. Los siglos que han seguido al supremo sacrificio del Calvario han visto alternativas de caos con cosmos; de desorden con orden; de confusión con la civilización. Pero el Maestro ni una vez se desanimó ni encogió su mano; sino por honra y deshonra persiguió su propósito.

 

Esto, también, es la cualidad del mejor trabajo. El que emana de la carne está lleno de pasión, furia e impulso. Procura librar a Israel por un espasmo de fuerza que deja a un egipcio muerto en la arena; pero pronto se agota y se retira sin valor y gastado. La renunciación de una empresa iniciada con prisa calurosa prueba que se originó en la energía de la carne, y no en una iniciativa del Espíritu. La perseverancia en medio del menosprecio y dificultades, arrostrando la crítica despiadada y el odio obstinado, siguiendo cuesta arriba o a través del pantano inseguro, es una prueba de que la tarea ha sido dada divinamente, y que el alma ardiente alimenta sus fuerzas de los recursos divinos. Si esta perseverancia te está faltando, considera si tu tarea te fue escogida por el cielo, o si tú mismo la has escogido; si es esto último, abandónala; pero si es lo primero, entonces espera al Señor hasta que tus fuerzas sean renovadas, y tú tampoco serás desanimado, ni fracasarás.

 

Pero cualidades como ésta, por más excelentes que sean, no pueden valer, al menos entre nosotros, hasta que les haya sido agregada la investidura del Espíritu Santo. “He puesto sobre él mi Espíritu”. En las aguas del bautismo aquella promesa fue cumplida, porque emergiendo el Señor de ellas, los cielos fueron abiertos, y el Espíritu en forma corporal descendió y se posó sobre él. Entonces comenzó su ministerio público. Treinta años había estado contento con la vida oscura y contemplativa de Nazaret; ahora se adelantó en el mundo diciendo: “El Espíritu del Señor Jehová está sobre mí y me ha ungido para predicar”.

 

Lo que fue aquella escena en la vida del Señor, lo fue el Pentecostés para la iglesia. Entonces fue ungido para su misión divina entre los hombres; la unción del Santo descansó sobre ella, para ser continuada y renovada al paso que transcurrieron los lentos siglos. Lo que sucedió para la iglesia debe verificarse en la historia de cada miembro de ella. Esta unción es para todos; ha de ser recibida por fe, y es dada especialmente para prepararnos para el trabajo. ¿Has recibido tú tu parte? Si no, estás equivocándote procurando hacer la obra de Dios sin ella. Quédate hasta que recibas esta investidura. ¿La has conocido? Búscala al comenzar cada nueva empresa. No estés satisfecho con cosa menor que el ser ungido con aceite nuevo.

 

Y aún esto no es todo. En las palabras: “Te sostendré por la mano; te guardaré” (Is.42:6), se hace una sugerencia de la cooperación del Espíritu Santo con cada verdadero siervo de Dios. Al empezar nosotros a hablar, cae sobre los que oyen la Palabra. Al dar testimonio nosotros de la muerte, resurrección y gloria de Jesús, él también da testimonio a la conciencia y corazón. Cuando la voz del cielo habla por nuestros labios, el Espíritu Santo dice “Sí”. Así todas las palabras de Dios habladas por nosotros reciben la demostración del Espíritu Santo.

 

Es imposible dar demasiado énfasis a la necesidad de depender, en la obra cristiana, del co-testimonio del Espíritu de Dios. No sólo alivia al obrero de hacer un esfuerzo indebido y agobiante, dividiendo sus responsabilidades con su Socio divino, sino que le comunica poder inconmensurable. Esto es lo que quiere decir el apóstol con las palabras “la comunión del Espíritu Santo”, que significan el “tener en común”. Feliz aquel que ha aprendido tal comunión de propósito y método con el Espíritu divino, que puede derivar la mayor ayuda posible de su cooperación.

 

Tales son los principios divinos del servicio; y necesitan ser estudiados por cada uno de nosotros, si queremos oír a Dios decir de nosotros, en nuestra medida: “He aquí mi Siervo, a quien yo sustento; mi Escogido, en quien se complace mi alma” (Versión Moderna).

 

F.B. Meyer
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