Corramos con paciencia
Si alguno piensa que la vida cristiana es un paseo, que lea y escuche lo que Dios dice. Una victoria del diablo consistió en transformar la vida cristiana —al menos en algunos países— en un andar próspero, donde no se encuentra el oprobio.
Muchos pensaron que eso significaba una victoria de la fe; pero, muy por el contrario, se trata del fracaso de la fe. El hecho de que en la cristiandad las cosas hayan tomado ese rumbo nos habla de la victoria del diablo y del mundo. Pues bien, el capítulo que citamos nos señala que el camino de la fe es un camino de prueba para la fe.
Las luchas y los ejercicios de los que leemos al comienzo del pasaje citado, a diferencia de los que preceden, tienen lugar en el territorio de Israel. Hasta el v. 31, hemos considerado los ejercicios de Abraham, de Moisés, los que tuvieron lugar a la salida de Egipto y en el paso del mar Rojo.
De hecho, nosotros leemos estas cosas sentados muy tranquilamente en nuestras casas, y las consideramos como muy bellas historias, en el mejor sentido de la palabra. Pero si hubiéramos estado en el lugar de un israelita durante la noche de la Pascua, quizá habríamos temblado en gran manera al pensar en el destructor que pasaba, y nos habríamos preguntado: «¿Y si entrara en mi casa?»
Cuando se trataba de pasar el mar Rojo, perseguidos por los egipcios armados hasta los dientes…, si hubiéramos estado con los israelitas…, quizá habríamos dicho: «¿Y si las aguas se vuelven y nos cubren?» Nosotros leemos esto con toda calma; pero cuando es necesario vivir el asunto y cuando atravesamos «un mar Rojo» cualquiera, cualquier dificultad, comprendemos en alguna medida lo que los hombres de fe enfrentaron en tales momentos. Por eso Dios nos hace atravesar de muchas maneras «mares Rojos», a fin de que aprendamos a conocernos y para que podamos decir: «He aquí una dificultad que me ha hecho conocer mejor a Dios.»
De modo que no se encuentra una vida de fe que no sea una vida de prueba de la fe… no necesariamente de pruebas exteriores, pues un hombre puede caminar viviendo una vida exterior aparentemente sin tropiezos y su vida puede muy bien ser una vida de fe, la de un creyente que durante cincuenta años, de la mañana a la noche, camina con Dios, diciendo: «Señor, ayúdame para esto o aquello, para este trabajo que debo hacer…»
Pero, queridos amigos, ¿quién de nosotros hace esto de manera continua? Esto mantiene a algunos muy oprimidos; es tan difícil como tener que atravesar un mar Rojo; es como si le dijeran a Dios: «Yo no puedo prescindir de ti, es preciso que estés conmigo en todas partes.»
No podemos juzgar el valor de una vida cristiana por las circunstancias exteriores. La vida de Abraham fue mucho más escasa en incidentes que la de otros; sin embargo, ella fue muy rica interiormente. En cambio, la vida de Moisés fue abundante en incidentes, porque su posición era muy diferente. Moisés tenía una posición en la que, inevitablemente, tenía que enfrentar dificultades exteriores a causa de caminar con Dios.
Los nombres que leemos a partir del versículo 32 son: Gedeón, Sansón, David, Samuel…. La mención de ellos nos habla de las dificultades enfrentadas en la tierra prometida y entre el pueblo de Dios.
Quizá pensemos que Dios podría haber obviado este párrafo que da por sobrentendida la triste condición en que se hallaba el pueblo, y que podría haber mostrado solamente la fe gloriosa obteniendo victorias sobre los enemigos exteriores y apoderándose de la tierra prometida.
No, en absoluto; Dios recuerda que en dicha tierra también hubo actos de fe. Si el pueblo hubiera marchado bien, no habrían sido necesarios un Gedeón ni un Sansón; estos hombres no hubieran sido útiles. Pero el solo hecho de la presencia de ellos es la demostración de que la condición en que estaba el pueblo exigía hombres que condenaran tal condición. Pues bien, fue necesaria la fe, ¡y siempre es necesaria! Ser cristiano es difícil; hoy en día, si se quiere seguir al Señor es quizá más difícil que al principio.
La fe cuenta con Dios; allí donde no hay fe se mira aquí y allá para encontrar apoyos. Pero la fe cuenta con Dios; entonces las dificultades pasan a ser un asunto de Dios y no nuestro. Lo esencial para cada uno es ser aplicado para tener una buena conciencia, para vivir realmente en la presencia de Dios y apoyarse en Él.
La fe pone a Dios en lugar del «yo»; ella introduce a Dios en todo. Si tuviéramos fe… como un grano de mostaza, nada nos inquietaría. La fe sufre mucho más que la incredulidad; pero, con todo, goza de mucha más dicha y de consolación, y tiene a Dios de su lado. He aquí lo que expresa el último párrafo del pasaje que consideramos.
David anduvo errante de cueva en cueva, como una perdiz por los montes. Esa fue la parte más gloriosa de su vida, durante la cual Saúl lo persiguió. Aparentemente, nada le brindaba seguridad y no tenía descanso; pensaba detenerse en un lugar y le era preciso huir a otro.
Pero él contaba con Dios. Bello ejemplo para nosotros que, a menudo, tenemos mucha dificultad para contar con Dios. ¡Oh, yo puedo contar con esto o con aquello!; y luego Dios nos enseña que necesitamos contar solamente con él. Por lo demás, para morir no tendremos a nadie sino a Dios.
Aquellos que en ese período difícil recibieron testimonio “de haber agradado a Dios”, son los que anduvieron por la fe, “de los cuales el mundo no era digno”. Acerca de los que andan por la fe, siempre ha sido cierto que el mundo no es digno de los tales y que Dios tiene su contentamiento en ellos.
Si hemos pasado un día sin vivir por la fe, habrá sido un día perdido. Quizás hayamos hecho muchas cosas, incluso en el nombre del Señor; sin embargo, será un día perdido del cual tendremos que rendir cuenta a Dios. Pero si lo hemos vivido por la fe, ocupados tal vez en el mismo servicio o quizás en lo secreto, en la lectura de la Palabra, la oración, la meditación, o aun realizando nuestro trabajo normal, ¡he aquí un día ganado!
El último párrafo del capítulo 11 (vv. 32 a 38) brinda mucha consolación y es muy alentador. El versículo 39, que se aplica a todos los hombres de fe del capítulo 11, no dice que ellos dieron testimonio, sino que alcanzaron (o recibieron) testimonio. Porque Dios honra la fe.
Así, Abel recibió testimonio de que era justo y Enoc tuvo (recibió) testimonio de haber agradado a Dios. Tarde o temprano, hay un momento en que la fe recibe su testimonio; a veces ya en la tierra. No obstante, de uno u otro modo, la fe jamás pierde nada. Según las apariencias, ella puede perder todo; pero, en realidad, no pierde nada. Recibirá testimonio de parte de Aquel que no dejará de darlo.
Detrás y delante de nosotros tenemos una gran nube de testigos. El versículo 1 del capítulo 12 nos recuerda que si alguno, aquí o en otra parte de este mundo, sufre por confesar el nombre de Cristo, la verdad de Cristo, no debe sorprenderse, pues antes que él han habido otros que sufrieron por la misma razón.
“Despojémonos de todo el peso y del pecado que nos asedia” He aquí dos cosas que detienen la carrera cristiana. Un peso puede estar constituido por una prueba personal o familiar, que impide que el alma se apoye en Dios.
Se puede ver esto en la expresión: “Mi alma rehusaba consuelo” (Salmo 77). Ciertas personas prefieren permanecer solas con su dolor, a veces durante toda su vida.
Éste no es un buen estado espiritual; se nos dice que nos despojemos de ese peso. Es necesario ayudar a tal alma para que se despoje de tal peso, para que ponga a Dios entre ella y su peso. “Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará” (Salmo 55:22).
Y Pedro también nos dice: “Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1.ª Pedro 5:7). Echando…, es preciso despojarse de ese peso como de un objeto del cual necesitamos deshacernos, arrojándolo lejos de nosotros.
Tal vez haya alguien que está cargando un peso secreto. El tal corre el riesgo de no progresar espiritualmente si se alimenta de su propio dolor. Dios conoce ese dolor y, en esas aguas amargas —las aguas de Mara— él echa un árbol misterioso; entonces las mismas aguas amargas inmediatamente se endulzan (véase Éxodo 15:23-25).
Cuando cargamos un peso por el cual nuestro corazón corre el riesgo de sentirse aplastado, abrumado, cuando la muerte, de una u otra manera, hace que nuestra alma sienta su sabor amargo, ¿qué es lo que Dios nos presenta? Pues a Cristo, la cruz de Cristo. Es lo que transforma el agua amarga en agua dulce.
Entonces, cuando esto se lleva a cabo, se comprueba que un creyente que pasa por una prueba progresa espiritualmente ¡y mucho más que lo que había progresado en veinticinco años! Por eso, muy a menudo, la prueba es la puerta abierta para que Dios mismo entre en el alma.
Queridos hermanos, ¡en este mundo hay muchas pruebas! Cuando nos contactamos con personas que pasan por una prueba, es necesario pedirle a Dios que, según su voluntad, nos utilice como siervos para estar junto a ellas y anunciarles que Él quiere entrar en sus corazones. Entonces Dios endulzará el agua amarga.
Quizás haya alguien que siente un dolor del cual no desea hablar a nadie: una prueba, una contrariedad. O tal vez alguien que pasa por duelo, el cual ha abierto una brecha humanamente irreparable. Pues bien, ¡ojalá que, para los tales, podamos ser mensajeros por quienes Dios se introduzca entre el corazón y la prueba, y levante el peso que está cargando! El alma continuará llorando, pero esas lágrimas ya no serán las mismas, pues Dios las pone en su “redoma” (Salmo 56:8).
La expresión: “rechazar” o “despojarse del pecado” es más fácil de comprender… ¡rechazar ese pecado que nos rodea tan fácilmente! El pecado obstaculiza el camino del creyente; ya no puede caminar más, y cae. ¿A qué le llama pecado la palabra de Dios? Vale la pena formularnos la pregunta. Si le preguntáramos eso a cincuenta personas, obtendríamos cincuenta apreciaciones diferentes.
Pero, ¿qué es aquello a lo cual Dios llama pecado? Con toda seguridad, lo importante, lo que vale es lo que Dios nos dice. Pecado es todo lo que no procede de la actividad de la vida divina en el creyente. Todo lo que no es la voluntad de Dios cumplida en el creyente es pecado. Esto llega muy lejos, se dirige a todas partes y toca todos los aspectos de nuestra vida.
Algunos quieren hacer del pecado simplemente una trasgresión de ciertos mandamientos; pero para Dios es toda actividad que no procede de la vida divina en nosotros. Y si alguno no es un verdadero creyente, todo lo que él hace es pecado, aunque fuera un hombre de conducta irreprensible ante los ojos de sus semejantes.
De manera que, en el creyente, la ausencia de pecado está ligada a la obediencia a la voluntad de Dios. Se trata de obedecer, de depender de Dios; de otro modo, es mejor no obrar. Incluso el servicio —¡y cuántas veces se ha visto!— puede contribuir al endurecimiento de un creyente.
Por lo tanto, ¡que nos sea concedida la capacidad de rechazar el pecado que nos asedia con tanta facilidad! ¡Que Dios nos ayude a mantenernos cerca de él, para que el sentimiento de lo pernicioso que es desobedecerle se mantenga siempre vivo en nosotros! La medida del bien y del mal se conoce sólo ante la presencia de Dios, y delante de él no preguntaremos: «¿Qué bien o qué mal hay en tal cosa?», pregunta que revela un estado espiritual malo.
“Corramos con paciencia”, he aquí una expresión que necesitamos recordar. Correr con paciencia es difícil, y es quizás el más bello testimonio que nos han dejado aquellos que la Palabra llama nuestros “pastores”, literalmente “guías” (Hebreos 13:7). Haber caminado bien durante 50, 60 o 70 años constituye, sin dudas, un testimonio mucho más grande que lo que han dicho, escrito y hecho esos hombres de Dios.
“Corramos con paciencia… puestos los ojos en Jesús” Este versículo es muy fácil de recitar y, a menudo, lo repetimos con ligereza. Pero, ¿qué significa en la práctica?
Se refiere al estado espiritual del corazón. No consiste simplemente en pensar en Jesús. No se trata de un pensamiento de nuestra mente, ni tampoco de una palabra pronunciada con nuestros labios.
Fijar los ojos en Jesús significa estar en comunión con nuestro Señor Jesucristo, mediante el Espíritu Santo obrando en nosotros con fuerza; significa tener el corazón lleno de Cristo, lleno de la Palabra de Dios. Entonces Jesús, quien se encuentra sentado a la diestra de Dios, Jesús en su vida, Jesús en su muerte, Jesús en su gloria ocupa y alimenta el alma por la virtud de la Palabra y del Espíritu. Es el pan que da Dios, y el alma come de dicho pan.
Mientras estamos en este mundo, el Señor nos lava los pies (cf. Juan 13), para que tengamos comunión con él en la gloria donde él está. Que Él nos guarde de engañarnos a nosotros mismos utilizando fórmulas a menudo repetidas con ligereza. Pero recordemos que fijar los ojos en Jesús es un estado espiritual del alma, y no lo podremos hacer realmente si no nos despojamos de todo peso y del pecado que nos asedia con tanta facilidad.
“Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe”, no dice: de nuestra fe. La vida de Jesús fue una vida de fe en su totalidad; su andar por fe finalizó, y sólo Él terminó su caminar, porque sólo Él está en la gloria. Después de su muerte, se verificó su resurrección y su ascensión; Él está en la gloria. Y ese es el punto final de la carrera cristiana.
En cuanto al punto de partida, a menudo se habla con mucha menor disposición. El punto de partida de la vida cristiana se halla en la cruz. Toda la vida cristiana llena este espacio, este intervalo entre la cruz y la gloria. Y, para que no nos engañemos a nosotros mismos sobre este punto, el Señor nos dice que si la cruz es nuestro punto de partida, también tenemos que llevar la cruz cada día. No se trata simplemente de hablar de la gloria cada día, sino de hablar de la cruz cada día.
Jesús es el autor, el consumador, es decir, que en él todo lo que abarca la vida de fe fue llevado a cabo plenamente. Para alentarnos, el Espíritu desarrolla algunos pensamientos sobre este tema. El Señor, en su paciente carrera por la fe, tenía el gozo puesto delante de él: “En tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre”, proclamó el salmista (Salmo 16:11).
Pues bien, para nosotros también: el gozo está delante de nosotros, el gozo en la gloria. Por el momento, tenemos gozo en medio de las penas, las lágrimas, el trabajo y en toda clase de sufrimientos; más tarde tendremos el mismo gozo, pero en la gloria y el reposo.
Nuestro Señor sufrió la cruz; nosotros no tenemos idea de lo que fue la cruz; él no nos ha dejado nada de la amargura de la cruz. Él tomó todo esto sobre sí: el sufrimiento para hacer la expiación, la copa amarga que bebió en la cruz fue su parte exclusiva. El Señor no nos ha dejado absolutamente nada de ello; de lo contrario, estaríamos perdidos.
Pero aún hay otra cosa que Él nos concede y en la cual quizá no siempre nos agrada detenernos: no padecemos ningún sufrimiento expiatorio, pero sí padecemos sufrimientos por la justicia y por el nombre de Cristo. Él nos dejó estos dos tipos de sufrimientos y estamos llamados a conocer lo que son los padecimientos por la justicia práctica: vivir justamente en un mundo que es injusto y que soporta muy mal a las personas cristianas que quieren vivir justamente. “Todos lo que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2.ª Timoteo 3:12)… Y esto se verifica de muchas maneras.
“Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio.” Contemplemos a Jesús en la cruz; ¡qué escena! No vemos ninguna grandeza humana, ningún heroísmo en la cruz, únicamente oprobio, humillación, despojamiento; pero una gloria moral como no es desplegada ni por la misma gloria del cielo.
El Señor menospreció el oprobio; trató a éste con desprecio. Él, quien era Dios, trató el oprobio con desprecio y nosotros no le hemos escatimado el oprobio. ¡Basta pensar que escupieron en el rostro del Señor! Y después, en el curso del testimonio, se ha hecho otro tanto con los discípulos del Señor antes de darles muerte, de hacerlos subir a la hoguera, y se los insultó como insultaron a Jesús. El Señor manifestará delante de todos que tal oprobio corresponde a una corona de gloria para aquellos que fueron fieles hasta la muerte; ellos habrán experimentado mucho mejor que nosotros lo que abarca la expresión: “El discípulo no es superior a su maestro” (Lucas 6:40).
Cristo está sentado a la diestra del trono de Dios. El trono representa siempre la autoridad; incluso en la expresión “el trono de la gracia” hay una idea de autoridad. Considerar; esto quiere decir: mirar cuidadosamente, de muy cerca. “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo.”
El Salmo 16 dice. “Porque está a mi diestra, no seré conmovido” (v. 8); Cristo es quien dice esto. Queridos amigos, si nosotros experimentáramos siempre lo que es tener a Dios a nuestra derecha, no temeríamos nada. No tendríamos ningún otro temor que aquel que se desarrolla en el alma del creyente en la medida en que viva cerca de Dios, el único temor que Dios aprueba en el cristiano, el de no hacer lo que a Él le agrada.
¡Que Dios bendiga su Palabra y llene nuestro corazón de Jesús, a quien ella revela!
__________________________________________________
CORRER LIVIANOS
Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante. Hebreos 12:1
La analogía que está usando el autor de Hebreos para ayudarnos a entender las dinámicas de la vida cristiana, es la de una maratón, una carrera excesivamente larga que tiene una distancia de unos 42 km. Deja varias recomendaciones acerca de cuál es la forma en que mejor se puede correr esta carrera. En este pasaje queremos concentramos en la exhortación a despojamos «de todo peso».
Si usted tuviera la oportunidad de correr en una maratón, o de ver la filmación de una carrera, podría comprobar que los corredores profesionales corren con un mínimo de peso. Su ropa es de material ultraliviano. Su calzado ha sido especialmente diseñado para esta prueba, y pesa apenas 250 gramos. Algunos corredores hasta corren descalzos, para evitar el peso del calzado. Pocos atletas profesionales cargan con algún elemento adicional durante la carrera. La razón para una actitud tan radical en cuanto al equipamiento es clara: si usted va a correr una distancia tan larga, no va a querer cargar con más que lo absolutamente esencial para llegar a la meta. Todo peso adicional se volverá como piedra a medida que avanzan los kilómetros. En la antigua Grecia, los corredores corrían desnudos.
Cuando Cristo le dio instrucciones a los discípulos, antes de enviarles a predicar de dos en dos, también les exhortó a que viajen livianos: «No llevéis oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bordón, porque el obrero es digno de su alimento» (Mt 10.9-10). Los desanimó a la tendencia natural del hombre de asegurarse, con la acumulación de cosas, su bienestar personal. En su lugar, les dijo que debían llevar poco para el viaje y confiar en que e buen Padre celestial proveería en el camino todo lo necesario para sustentados.
En nuestro versículo, el autor usa la misma palabra para «peso» que se emplea para la mujer embarazada. La mujer, cuando ya ha entrado en un estado avanzado de embarazo, se mueve con lentitud e incomodidad. El tamaño de su vientre impide que sea ágil o rápida. La ilustración es excelente para entender a qué se refiere cuando nos exhorta a «despojamos de todo peso». Nos está animando a desechar todo bagaje adicional, todas aquellas cosas que estorban y entorpecen nuestro andar en Cristo. Hay muchas cosas que nos son lícitas, pero que también agregan complicaciones a nuestra vida.
El creyente sabio sabe distinguir entre las cosas que son realmente necesarias para su vida y servicio al Señor, y las cosas que son interesantes pero que, eventualmente, serán un estorbo para la tarea por delante. Tendrá que usar disciplina para escoger lo bueno, y darle la espalda a cosas que otros consideran indispensables. Con el ojo puesto siempre en la meta, será disciplinado en mantenerse libre de todo lo que lo atrape innecesariamente.
El desafío aquí no está en escoger entre lo bueno y lo malo, sino entre lo necesario y lo innecesario. Algo bueno, puede ser innecesario para el cumplimiento de nuestra vocación, tomándose un peso extra que nos estorbará en la carrera.