Cómo nacer de nuevo
“De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios»
Juan 3:3
Mucha gente cree que todo está bien con sus almas porque todo está bien con sus haberes, sus parientes o su conducta.
Desde tiempo inmemorial, el hombre ha estado involucrado en esta empresa de protegerse contra el infierno con su modo de vivir en la tierra. Esta empresa lo lleva a realizar enormes y monumentales obras – muchas de bien general y personal. Aun en un mundo cristianizado, o quizá especialmente en semejante mundo cristianizado, los esfuerzos humanos por asegurarse el reino de Dios son aparentes. Muchísima gente que se dice cristiana siembra el bien entre los hombres, promueven la paz internacional, combaten las carreras armamentistas, odian el racismo y la corrupción… y con todo ello creen estar echando las bases del prometido reino de Dios en la tierra. Muchos son envidiablemente religiosos, cumplen con todos los requisitos y fórmulas de religiones oficiales, hacen caridad y beneficencia, doblan sus rodillas ante objetos santos y son leales a principios morales enseñados en la niñez. Se sorprenderían y se verían sacudidos en su fuero interno si oyesen las palabras pertinentes de Jesucristo. Dijo Él, categórica y claramente, que nadie puede ver el reino de Dios a menos que nazca de nuevo.
Este nuevo nacimiento es ciertamente una cosa por demás misteriosa. Más misteriosa que el primer nacimiento o el natural.
El segundo nacimiento es misterio mucho mas profundo todavía. Es obra exclusiva del Espíritu Santo de Dios. Es un acto momentáneo, instantáneo y no un proceso. Ocurre generalmente cuando alguien escucha el mensaje redentor del Hijo de Dios. Es irresistible por parte del hombre. Es la introducción en el hombre de un nuevo principio de vida, una nueva perspectiva, nuevos motivos, lo que la Palabra de Dios designa como el hombre nuevo. Decía el apóstol Pablo a este respecto «Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas». Este misterio fue el tema de la conversación que mantuvieron una noche Jesucristo y un tal Nicodemo en Jerusalén. De esta conversación se desprende claramente no sólo que el reino de Dios es imposible sin el nuevo nacimiento, sino también que todos esos esfuerzos humanos por ganarse ese reino son inútiles.
Resulta obvio de esa conversación que no se puede ganar entrada al reino de Dios como premio o mérito especial. No había en toda aquella anciana ciudad una sola persona quo podría merecerse el reino de Dios con más derecho que Nicodemo. Si se hubiese buscado la personalidad del año en Jerusalén, seguro que habrían seleccionado al distinguido Nicodemo. Pero no es posible entrar en el reino de Dios por mérito personal o privilegio especial. De vez en cuando hay personas a quienes se les acuerda un privilegio especial, una distinción personal, un premio que separa del resto de las masas, pero esto no es posible en lo que respecta a la entrada en el reino de los cielos. Fue a ese ejemplarísimo Nicodemo que Jesucristo le dijo «De cierto, de cierto te digo, quo el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios», ¡Qué increíble desengaño habrá sido para el noble Nicodemo oír semejantes palabras en los labios del singular maestro! Hasta es posible que Jesús se doliera de tener que decirle tan importante verdad porque Nicodemo era muy buena persona y si alguien se merecía el reino de Dios Nicodemo era excelente candidato.
Tampoco se puede entrar en el reino de Dios a raíz de la ortodoxia o aceptación ciega de las doctrinas o enseñanzas de Dios. Este Nicodemo era, según la Biblia misma, «un principal entre los judíos». Esta designación lo pone en el pedestal de los grandes defensores de la Palabra de Dios y en puesto de liderazgo espiritual en su nación. Este tipo de persona se sabía de cabo a rabo todos los preceptos del templo central, se sabia de memoria los pasajes pertinentes de las Escrituras, conocía íntimamente las tradiciones numerosas de los padres espirituales. Como fariseo, Nicodemo era lo que podría llamarse «la crema de la elite nacional». Hasta el más insignificante detalle en sus puntos de vista y opiniones era impecable. A este Nicodemo Jesús le dice con cierto grado de ternura «de cierto te digo que el que no naciere de nuevo, no puede entrar en el reino de Dios».
Es evidente también que no es posible entrar en el reino de Dios a raíz de medios materiales o riquezas o fortunas o posesiones. La personalidad misma de Nicodemo indica un hombre seguro de sí mismo, habituado al éxito, acostumbrado a los triunfos personales. Era seguramente un hombre de grandes medios porque no era posible ser príncipe en Israel y ocupar los puestos que ocupaba Nicodemo sin tener abundantes recursos económicos y mucho más que seguro social. Era un hombre de medios y objeto de la envidia de todos los pobres que los veían con sus túnicas de púrpura y sus aires de superior. Este Nicodemo no era de esos millones de pobres que cubren la faz de nuestra tierra. Muchas veces se cree que son estos los que deben ser transformados y convertidos en hombres nuevos.
La gente como Nicodemo ya disfruta de toda la gloria que se puede dispensar a otro humano, disfruta de todas las comodidades habidas y por haber, no se preocupa por el futuro ni por el bienestar de sus familiares porque todo lo tienen a su alcance. Así era Nicodemo – no era hombre de las masas empobrecidas sino de la aristocracia privilegiada. Y a el le dijo Jesús, personalmente, «de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios». ¡No hay fortuna suficiente para sobornar al celador de las puertas del cielo! ¡No hay alcurnia de suficiente estatura como para entrar en el reino de Dios! El nuevo nacimiento es la única alternativa.
Se levanta en el pecho incierto de Nicodemo un nuevo rayito de esperanza: ciertamente será posible ganarse entrada en el reino de Dios con una conducta intachable. Toda su vida y con increíble seriedad había intentado guardar cuanto mandamiento llegase a sus oídos. Quería asegurarse que tenía derecho al reino de Dios. Había ayudado a pobres y protegido las viudas y asistido al templo y cumplido los requisitos del mismo, se inclinaba en oración diariamente, guardaba limpia su lengua y esperaba la gloria como el insomne que espera la luz del nuevo día. Pero se sentía inquieto en su interior. Sí, sí, sí, había vivido la vida perfecta, irreprochable…tan perfecta como el mejor de sus contemporáneos. Pero aún así había una quemante duda de su alma. Oye que ha llegado a la comarca un nuevo maestro, uno que dice haber venido del mismo cielo al cual él aspira. Ha oído cosas fascinantes sobre este maestro. Su inquietud se vuelve nerviosismo. De noche, bajo el manto de tinieblas para que sus amigos no lo viesen, se dirige a ese Jesús de Nazaret. Quiere asegurarse de que todos los requisitos de la religión han sido debidamente cumplidos.
Si hay alguna otra cosa que él. Nicodemo, debe hacer, debe cerciorarse lo antes posible. Y cuando al fin tiene su encuentro con Jesús, éste le dice que todas sus buenas obras carecen totalmente de valor alguno en lo que se refiere a su deseo de entrar en el reino de Dios. A ese reino de Dios, le dice Jesús, no se puede entrar ni por bondad, ni por caridad, ni por la religiosidad. Sólo por medio del nuevo nacimiento.
Quizá usted mismo se parece a Nicodemo. No es mal ejemplo este Nicodemo. También usted tal vez cree que tan especial como es, tan distinguido, tan excepcional, tan digno, las puertas eternas del reino de Dios se abrirán de par en par cuando se le ocurra golpear a ellas. O quizá está convencido que su sana doctrina y sus creencias tradicionales y su profesión pública le tienen asegurada esa entrada al reino de los cielos. Usted sabe que hay muchísima gente en estas precisas condiciones. Hasta sería posible que usted tenga tantísimo poder económico y está tan acostumbrado a comprarse todo lo que desea, que ahora vive bajo la ilusión de que ocurrirá lo mismo cuando llegue el momento de dar cuentas. Tal vez su conducta diaria y general está cerca de la perfección -si hasta sus mismos contemporáneos, vecinos y superiores e inferiores lo afirman. Sin embargo, no debe usted desoír la voz preocupada del Hijo de Dios que le dice «De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios».
Lo mejor para usted sería buscarse inmediatamente el auxilio del Espíritu Santo. Sólo Él puede llevarlo al nuevo nacimiento. Deje de lado todo lo que es de la carne, natural. Dijo Jesús a Nicodemo: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es». Ese Espíritu Santo está obrando en este mismo instante, poderosamente, personalmente, porque su más potente herramienta en la predicación que usted está disfrutando. No, no trate de explicarse estas cosas con lógica perfecta. No tienen lógica. Son un misterio. Nicodemo no pudo entenderlo tampoco. Fue bajo esas circunstancias que Jesús dictó aquellas palabras sublimes que lo dicen todo: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».