Aún un poquito
La venida del Señor, su regreso por los suyos, verdad que Satanás logró robar completamente durante siglos, fue puesta en luz en los postreros tiempos. Gracias a Dios, la conocemos, pero, ¿dejamos que ejerza en nuestra vida la influencia que debe tener y que tendría —confesémoslo— si nuestro corazón manifestase más amor por el Señor? ¿Podría decirse de nosotros lo que el apóstol Pablo decía de los tesalonicenses: “Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo”?
Cuando nos levantamos a la mañana, cuando hacemos los proyectos para el día, para mañana, para el porvenir, ¿no olvidamos a menudo que el Señor Jesús vendrá?; y nuestro corazón ¿no remite para más adelante el pensamiento de su regreso?
Cuando el Señor anunció su muerte a sus discípulos y les dijo que sólo estaría con ellos por poco tiempo, los suyos se entristecieron en gran manera. Ellos lo habían dejado todo y lo habían seguido; estaban profundamente apegados a Él; habían vivido en la más completa intimidad con el Hombre perfecto, el Hijo de Dios, que había venido y se encontraba allí, manso y humilde.
Ellos habían sido sus amigos, sus compañeros; habían gustado perfectamente Su amor, ternura, dulzura, paciencia y la gracia que derramaban Sus labios. Y ahora iban a estar separados de Él. ¡Cuán grande debería ser, pues, la tristeza que sentían en sus corazones! ¿Qué les quedaría después de la partida de su amado Señor, por quien lo habían dejado todo y al cual se habían entregado por completo? ¿Cómo podría Él consolarlos? ¿Qué podría darles y dejarles? Pues el don del Espíritu Santo, el Consolador, la promesa de su regreso, la paz (Juan 14:3, 16, 27). Estas promesas, dadas por el Señor a sus discípulos, también son para nosotros. ¡Qué gracia!
Podemos comprender cuán ardiente debe de haber sido el deseo de los discípulos, que querían volver a ver a su Señor y estar nuevamente con él. Nuestro deseo de verlo ¿podría ser menor? ¡Ver a nuestro Salvador, quien nos amó tanto y que murió por nosotros en la cruz; verlo faz a faz; conocerlo como Él nos ha conocido; contemplarlo en la gloria y adorarlo! Al pensar en esto ¿no salta de gozo nuestro corazón, y dice: “Amén; ven, Señor Jesús”?
Los pasajes de la Palabra que nos hablan del regreso del Señor, describen las maravillosas bendiciones que se relacionan con tal evento.
En el capítulo 14 del evangelio según Juan, el Señor declara a sus discípulos que vendrá a tomarlos y llevarlos consigo, para que ellos estén con Él en la casa del Padre, donde les preparó lugar. Toda la familia de Dios, aquellos a quienes el Señor llama sus hermanos, estarán allí, gozando del amor del padre; estarán unidos a Cristo y unidos entre ellos por el mismo vínculo, el del amor.
En el capítulo 4 de la primera epístola a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo dice en palabra del Señor, que cuando Él venga resucitará a los muertos en Cristo, y arrebatará y llevará a su encuentro a los que viven. El Señor mismo vendrá, con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y despertará a los muertos; ellos resucitarán primero, oyendo el llamado con todos los que estén vivos.
Esta revelación del apóstol respondía muy particularmente a la ignorancia y a la inquietud que tenían los tesalonicenses respecto a los que habían dormido, pues ellos pensaban que no estarían con estos últimos cuando el Señor viniera a tomarlos de este mundo. ¡Qué preciosa revelación se les daba mediante estas palabras: “Seremos arrebatados juntamente con ellos”! Aunque la muerte los había separado de aquellos con los cuales habían estado unidos, volverían a encontrarse para estar todos juntos. Maravillosa seguridad dada por la misma palabra del Señor, dice el apóstol.
¡Qué consolación recibimos también nosotros, mediante la misma Palabra, cuando pensamos en todos los que han dormido, en aquellos a quienes hemos amado, con los cuales hemos vivido unidos por tantos vínculos afectivos y que ya no veremos más en este mundo! Pero también está escrito que estaremos siempre con Él, y en ello encuentran la felicidad completa los que lo esperan: “Y así estaremos siempre con el Señor.” Tales son las palabras con las que podemos consolarnos unos a otros. “Por tanto alentaos (o consolaos) los unos a los otros con estas palabras”.
Al escribirles a los filipenses, el apóstol les dice que “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:20).
El cuerpo de la humillación nuestra, tan miserable, nuestra morada terrestre, que sólo es una tienda, se destruye; nuestro hombre exterior se va desgastando; suspira, cargado con la humillación en la cual se encuentra; sufre recorriendo en este mundo un camino de pruebas y luchas; pero el Señor lo acompaña y lo guardará hasta el momento en que vendrá como Salvador a transformar este pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante al suyo.
El creyente tiene esta preciosa perspectiva que lo alienta en su andar, pues antes de alcanzar el objetivo puede tener muchas inquietudes, dificultades, penas, sufrimientos y quizá deba reñir muchas batallas por su Señor. Pero es exhortado a estar firme y a gozarse en Él. “El Señor está cerca”. Ahora es el tiempo de la humillación, ¡pero pronto estará en la gloria!
El hecho de esperar al Señor debe tener sobre los suyos una acción santificante. La noche —este largo período de tinieblas en el cual el mundo se encuentra bajo el poder de Satanás— está muy avanzada, es hora de despertarnos; “se acerca el día, desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz”, escribe el apóstol en la epístola a los Romanos (13:11-12).
En cuanto al servicio que el Señor nos ha confiado, esta espera debe despertar en nosotros el sentimiento de nuestro deber; tenemos que esperarlo como siervos que aguardan a su amo. “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor” (Mateo 24:42). “Estén ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese…
Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando” (Lucas 12:35). Es preciso decir, como el siervo hebreo: “Yo amo a mi señor” (Éxodo 21:5), y tener el deseo de agradarle en todo (Colosenses 1:10), a fin de que el Señor pueda decirnos: “Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:23).
En el capítulo 15 de la primera epístola a los Corintios, donde leemos que entre éstos había algunos que decían que no hay resurrección de muertos, el apóstol devela el misterio de la resurrección de entre los muertos, la cual tendrá lugar en la venida del Señor. El hombre puede razonar con la sabiduría humana —la cual sólo es locura cuando se trata de las cosas de Dios— y declarar que nuestro cuerpo se destruye, se vuelve polvo, desaparece completamente, y que no puede volver a formarse.
Es cierto que nuestro cuerpo es un cuerpo animal, corruptible, pero en la venida del Señor será resucitado. Puesto en la tierra como un grano de trigo sin vida, se convertirá en cuerpo espiritual, cuerpo celestial, glorioso. Eso es lo que se llevará a cabo en la venida del Señor; no serán necesarias búsquedas, ni preparación; sonará la trompeta y la oirán todos, en los lugares más oscuros, aún en la profundidad de los mares donde pueden encontrarse sepultados desde hace siglos y olvidados por los hombres. Están inscritos en el libro de la vida y ninguno será olvidado; todos ellos volverán a vivir.
Esto ocurrirá en un instante, en un abrir y cerrar de ojos; y la muerte, que parecía haber obtenido la victoria sobre ellos, será sorbida en victoria. “Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”, dice el apóstol.
En la epístola a los Hebreos, donde leemos que éstos habían atravesado una larga prueba, habían sido maltratados y privados de sus bienes, y necesitaban tener paciencia; donde vemos que entre ellos había quienes podían estar abatidos por las dificultades o las preocupaciones de la vida, y quienes sentían que llevaban una pesada carga y que el pecado los asediaba, el apóstol expresa: “Aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (10:37).
El tiempo de nuestra prueba es muy corto; por lo tanto, se trata de perseverar con confianza. Sobre el mundo entero vendrá una hora terrible, un tiempo de prueba y de angustia como jamás ha habido; será el tiempo de la ira de Dios. Pero el Señor vendrá a librar a los suyos, a ponerlos a resguardo, a llevarlos junto a sí. “Yo también te guardaré de la hora de la prueba que ha de venir sobre el mundo entero, para probar a los que moran sobre la tierra. He aquí, yo vengo pronto; retén lo que tienes”, dice el Señor a la iglesia en Filadelfia (Apocalipsis 3:10-11); pero “el justo vivirá por fe”. La fe fija nuestros ojos en Jesús y la palabra “pronto” nos infunde valor y produce paciencia.
Al final del Apocalipsis, el libro que cierra la historia del mundo, revelándonos todos los juicios que le esperan y hace estremecer a los que leen la descripción de ellos, Jesús se dirige a los suyos, a la Iglesia, su esposa, tan cara para su corazón, a la que amó tanto y por la cual se entregó, a la Iglesia que Él se presentará gloriosa, sin mancha ni arruga, santa e irreprensible, y le dice: “Yo soy… la estrella resplandeciente de la mañana” (22:16).
Esta expresión no sólo debe alejar toda inquietud que puedan tener nuestros corazones, sino que debe colmarlos de confianza y de gozo, pues Él es la estrella en el cielo, hacia la cual podemos elevar los ojos, despegándolos de la tierra, la estrella resplandeciente que brilla en las tinieblas que nos rodean, la estrella cuya luz brilla en la noche anunciando el día a aquellos que velan, la estrella de la mañana, la mañana de un día sin nubes, de un día sin fin en que todo será luz, gloria y perfección en el amor.