Solemnidad de la presencia del Señor en las reuniones

 

Si hay algo que todos nosotros conocemos muy bien es la verdad de la presencia del Señor en las reuniones de los santos. Él es fiel a su promesa: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Pero el conocimiento de una verdad y su realización práctica son dos cosas muy diferentes: ¿no es cierto que, reunidos alrededor de Él, sólo gozamos de su presencia en una muy débil medida? Sin duda Él nos concede ese gozo —algunas veces más intensamente que otras— pues su gracia es infinita; pero muy a menudo perdemos de vista lo que significa la expresión: “Allí estoy yo.” ¿Acaso podríamos reunirnos alguna vez sin oír resonar en nuestros oídos estas palabras?

 

La mayoría de las veces, nuestra actitud en las reuniones sería muy diferente si pudiéramos ver al Señor con los ojos de la carne. ¡Con qué respeto entraríamos al lugar donde está su presencia! ¡Qué santo temor sentiríamos! ¡Cómo temblaríamos antes de ejercer alguna acción en una reunión! ¡Qué atención prestaríamos constantemente para escuchar lo que Él quiere decirnos por medio de la Palabra y el ministerio del Espíritu! Pero, el hecho de que podamos verlo solamente con los ojos de la fe, ¿será un motivo para que nuestra actitud no sea la correcta en el lugar donde Él está? Cada uno de nosotros, ejercitado delante de Dios al respecto, podrá responder a esta pregunta.

 

¿Hemos considerado la conducta de los hombres de Dios, de los cuales nos hablan las Escrituras, cuando se encontraban en la presencia de Jehová? Cuando a Abraham “le apareció Jehová en el encinar de Mamre… se postró en tierra” (Génesis 18:1-2).

 

Cuando a Moisés “lo llamó Dios de en medio de la zarza… cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios” (Éxodo 3:2-6). En el momento en que iban a reñir combate en Canaán, Josué se encontró ante “el Príncipe del ejército de Jehová” y “postrándose sobre su rostro en tierra, le adoró” (Josué 5:14). Al igual que para Moisés, el lugar donde se encontraba era santo.

 

Recordemos también la visión del profeta Ezequiel: “Esta fue la visión de la semejanza de la gloria de Jehová. Y cuando yo la vi, me postré sobre mi rostro, y oí la voz de uno que hablaba” (Ezequiel 1:28).

 

¡Y qué espectáculo debió de verse cuando, después del regreso de la cautividad, “se juntó todo el pueblo como un solo hombre en la plaza que está delante de la puerta de las Aguas”; y Esdras llevó “el libro de la ley de Moisés… y leyó… y abrió… el libro a ojos de todo el pueblo”, y luego “bendijo Esdras a Jehová, Dios grande! Y todo el pueblo respondió: ¡Amén! ¡Amén! alzando sus manos; y se humillaron y adoraron a Jehová inclinados a tierra (Nehemías 8:1-6)!

 

Por supuesto, como estos ejemplos están en el Antiguo Testamento, no hallamos aún la plena revelación de la gracia de Dios en la persona del Señor Jesús; pero, ¡qué temor, qué respeto, qué profundo sentimiento de lo que convenía en la presencia de Jehová! Todo lo cual debería caracterizarnos asimismo en la actualidad. Por otra parte, también hallaremos muchos ejemplos en el Nuevo Testamento. Citemos uno solo: el leproso sanado —figura de un pecador purificado de su mancha—, único de entre los diez que “volvió, glorificando a Dios a gran voz., y se postró rostro en tierra a sus pies (los de Jesús), dándole gracias” (Lucas 17:15-16). ¡Qué actitud, en la presencia del Señor, para expresar la alabanza de la que Él es digno!

 

Abstracción hecha de aquello que sería solamente simulación —y por consecuencia hipocresía—, ¿no podríamos decir que nuestra actitud en las reuniones alrededor del Señor es, de algún modo, el reflejo de nuestra vida espiritual? En Deuteronomio 26:10, leemos que el israelita adoraba (literalmente: se prosternaba, se inclinaba; véase RV 1909) delante de Jehová su Dios, porque previamente había hecho siete cosas que se describen en los versículos 1 a 3 de ese mismo capítulo:

 

1) Entrar en la tierra; 2) poseerla; 3) habitar en ella; 4) tomar de las primicias de todos los frutos; 5) ponerlas en una canasta; 6) ir al lugar que Jehová había escogido para hacer habitar su nombre; 7) presentarse ante el sacerdote. Recordemos el significado de estas cosas en relación con lo que nos concierne:
1) Por la fe ya podemos entrar en el cielo, bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”, gozando de nuestra posición celestial: “Nos hizo sentar en los lugares celestiales con (lit. en) Cristo Jesús” (Efesios 1:3; 2:6).
2) Estamos llamados a poseer esa “tierra”, a gozar de ella como de aquello que nos pertenece, pues es nuestra herencia y tenemos desde ahora las arras que hemos recibido: “Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13-14).
3) Luego tenemos que “habitar” en ella, es decir, morar allí no unos momentos de tanto en tanto, sino constantemente.
4) Entonces podremos recoger los más bellos frutos, día tras día, es decir, lo que habremos visto, conocido y recibido de Cristo, pues Él es el que llena con su gloria el cielo: “Buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Colosenses 3:1).
5) Esos “frutos” se dispondrán en la “canasta” para ser presentados: con nuestro corazón lleno de Cristo, presentaremos con orden (en todos los aspectos, pues nuestro Dios es un Dios de orden) lo que habrá llenado nuestros pensamientos de esa Persona adorable.
6) De modo que habiendo hecho realidad estas cosas en nuestra vida práctica diariamente, el primer día de la semana podremos dirigirnos, con nuestras canastas llenas, al lugar donde Él hace habitar su Nombre, felices de responder a su invitación.
7) Allí iremos, no hacia un hombre, sino hacia Él, como el israelita que se presentaba ante el sacerdote, pues vamos a encontrarnos con el Señor. ¡Aquel que nos invita es nuestro Salvador, nuestro Señor! ¡Qué momentos solemnes son los que pasamos alrededor de su Persona!

 

Todas estas cosas las conocemos y las hemos oído repetir a menudo; pero si las llevásemos a la práctica de mejor manera, ¡qué ambiente se respiraría en las reuniones! ¿Dónde quedarían los vanos pensamientos que a veces nos asaltan cuando nos encontramos en ellas? ¿Escucharíamos a un hermano con más atención que a otro? ¿Habría algo que pudiera distraernos, miradas dirigidas hacia uno u otro, o actitudes indebidas, cualesquiera que sean? ¿Habría “canastas” vacías que dieran testimonio de que no hemos poseído ni habitado “la tierra” que hemos recibido como herencia?

 

Ciertamente, se manifestaría el recogimiento que conviene ante la presencia del Señor; no una solemnidad falsa y simulada, sino la que resulta del profundo sentimiento de que el Señor se encuentra allí. Habría frutos presentados en un culto que se elevaría con todo el poder del Espíritu y que nada podría contristar. Se mantendría una atención sostenida para escuchar no a un hombre, sino lo que el Señor quiere decir a los suyos a fin de edificarlos, exhortarlos y alentarlos. ¡Qué bendición reciben los dos o tres que se reúnen alrededor del Señor llevando a la realidad estas cosas! ¡Y qué poder se manifestará en el testimonio dado así (1ª Corintios 14:25)!

 

A veces nos quejamos de la aridez que sentimos, de que no recibimos lo que esperábamos, de no tener los dones que desearíamos… Pero, ¿nos hemos juzgado a nosotros mismos al respecto, en lugar de juzgar a los demás? ¿Hemos pensado detenidamente que, casi siempre, las reuniones reflejan la altura de lo que somos individualmente? Un solo miembro puede ocasionar sufrimiento a todo el cuerpo, y puede ser un obstáculo que impide recibir la bendición colectiva. Esto es una seria responsabilidad delante de Dios.

 

Sin duda, la gracia divina nos deja perplejos: a Dios le agrada colmarnos de bendiciones, a pesar de todo lo que somos. ¡Lo hemos experimentado tantas veces! Pero este pensamiento precioso y alentador no debe conducirnos a perder de vista nuestra responsabilidad. ¿Qué sucedería si Él derramase sobre nosotros sólo la bendición que mereciéramos?…

 

Señalemos también que, sobre todo, existe una reunión en la que la presencia del Señor a veces parece poco real. Se trata de la reunión de hermanos con el fin de administrar lo atinente a la asamblea o iglesia. Al respecto, un hermano escribió: «La falta de consideración por la persona del Señor es la causa de todo tipo de desórdenes. Cuando se trata de la edificación en la Iglesia, uno tomará la libertad de obrar o de callar. Cuando se trata de la administración… es aún más grave. En algunas de esas reuniones, las decisiones más solemnes a veces se toman a través de ociosas discusiones, donde cada uno piensa tener el derecho de hacer valer su opinión a menudo influenciada por consideraciones personales

 

Es un hecho muy desdichado desde todo punto de vista si tal reunión a veces comienza y finaliza sin haber orado. Es lamentable si a menudo se la limita a una conversación susceptible de dar la impresión —más o menos justa— de que la administración en la iglesia es concebida como la que se lleva a cabo en alguna asociación humana. A pesar de toda la buena voluntad que podamos aportar en esto, ¿cuáles serán los resultados? Muchas dificultades que surgen aquí y allá, ¿no tienen su origen en la manera en que fue llevada a cabo la administración en la asamblea? La «buena voluntad» —por buena que sea— no deja de ser la voluntad del hombre. Eso no es lo que Dios nos pide; Él espera de nosotros una completa obediencia a su Palabra.

 

«La responsabilidad de tomar decisiones revestidas de la autoridad del Señor es algo tan solemne que el solo hecho de pensar en ello debería hacernos caer en el polvo —falibles seres como somos—; por lo cual, conscientes de nuestra insignificancia, deberíamos elevar nuestras manos y nuestro corazón hacia Aquel que bien desea tomar lugar en medio de nosotros.»

 

Nunca tendremos el suficiente sentimiento de nuestra absoluta incapacidad, incluso cuando se trata de la más pequeña cuestión, o aun cuando se refiere a asuntos de orden material, acerca de los cuales a veces se oye decir que no merecen un largo examen porque en la vida corriente se arreglan rápidamente cosas similares mucho más importantes. Entonces se toman decisiones que no han sido pesadas en la presencia del Señor, que no tienen sobre cada uno la autoridad que requiere todo lo que el Señor puede aprobar, y surgen descontentos, murmuraciones… El adversario sabe aprovechar esto, siembra la discordia ¡y excita las disputas!

 

Jamás olvidemos que estamos delante de un Dios ante cuyos ojos nada es muy grande ni nada es muy pequeño. Ante Sus ojos no hay ninguna diferencia, y el asunto que nos parece muy poco importante, reviste importancia para Él, pues concierne a su Iglesia, la Iglesia del Dios vivo, que fue ganada por la sangre de su propio Hijo (Hechos 20:28). Los asuntos que parecen de poca importancia merecen el mismo ejercicio, en el temor y el sentimiento de la presencia del Señor, que toda otra cuestión que nos parece mucho más importante.

 

Teniendo el privilegio y la responsabilidad de ocuparnos en lo que concierne a su testimonio, clamemos al Señor a fin de que, durante las reuniones para la administración de los asuntos de la iglesia, Él mantenga en nosotros la profunda convicción de la realidad de su presencia en medio nuestro, observando la seriedad, guardándonos de toda actitud, de toda expresión que sea incompatible con Su presencia —actitudes y expresiones que no nos atreveríamos a manifestar en otras reuniones—, y conducidos por Él para que se haga “todo decentemente y con orden” (1ª Corintios 14:40).

 

Querer instituir un rito estaría muy lejos del pensamiento de Dios; pero ¿no sentiremos en nuestro corazón la necesidad de orar juntos al principio de esa reunión, para mantenernos en un sentimiento de temor y dependencia, guardados en un espíritu de piedad y humildad? Si obrásemos siempre con ese sentimiento y en ese espíritu, la mayor parte de las dificultades que surgen —¿no podríamos decir: todas? — nos serían evitadas.

 

Al terminar tal reunión, ¿no sentiremos también en nuestro corazón la necesidad de dirigirnos a Dios? ¿No habrán temas alentadores que nos hacen bendecir su Nombre, circunstancias en las cuales necesitamos ser ejercitados y dirigidos, dificultades que es preciso exponer delante de Él para obtener su poderoso socorro, y tantas otras cosas?… Sentiremos la necesidad de clamar a Él por estas cosas en la medida que hayamos gustado la realidad de Su presencia.

 

¡Quiera Dios que sintamos más profundamente en nuestro corazón los asuntos que competen al testimonio y que pensemos mucho en ellos para presentarlos tanto en las oraciones individuales como colectivas!

 

Para que se nos permita mantener el testimonio en nuestras manos —a pesar de nuestra debilidad y de la ruina que nos hace gemir—, ¿no es necesario, ante todo, que la presencia del Señor sea una realidad gustada en medio de los dos o tres reunidos en su Nombre, con todo lo que ello implica?

 

Pero, aún, pensemos en sus derechos: ¡él es el Señor! Pensemos en su amoroso corazón: el que dijo: “Allí estoy yo en medio de ellos” ¡es Aquel que nos amó hasta la muerte y muerte de cruz! Él siente —tanto hoy como cuando estaba en el mundo (Mateo 11:3; Lucas 7:44-46) – la falta de consideración por su Persona; ¿osaríamos responder a su amor entristeciendo su corazón? .

 

 

 

Fuzier P
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