El rocío de Hermón
Salmo 133
A Dios, con la conmovedora condescendencia que manifiesta hacia sus amados hijos para ayudarles a comprender y gozar en mayor medida las ricas bendiciones que desea comunicar a sus almas, le agradó ilustrar muchos de sus preciosos pensamientos, expresados en su Palabra, mediante alusiones a fenómenos de la naturaleza o por otras diversas maneras.
Detengámonos a considerar particularmente estas palabras del versículo 3 de este salmo: “Es… como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sion…” Todos conocemos los beneficiosos efectos que aporta a los vegetales la caída de un abundante rocío. Así era regado el bello huerto de Edén, lugar de delicias donde el hombre podía gozar de un frescor moral cerca de su Creador. Desgraciadamente, nuestros primeros padres no supieron aprovechar esa felicidad, esa frescura espiritual que despreciaron para escuchar más bien la voz del tentador, del mentiroso y “homicida desde el principio”.
Amados hermanos, antes de volver a la frase que nos ocupa, digamos algunas palabras sobre este interesante salmo. En figura nos presenta la reunión de los santos alrededor de la bendita persona del Señor. El Espíritu santo revela inmediatamente el pensamiento de Dios sobre tal reunión, diciendo: “¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía (o: en unidad)!” (v. 1). Dios es, pues, quien declara esto; su corazón se regocija al ver a los hermanos “juntos en unidad” y reunidos alrededor de su amado Hijo, representado aquí por Aarón. ¡Qué pensamiento precioso y solemne! Ojala que siempre llene nuestros corazones cuando, semana tras semana, vamos al lugar que el Señor escogió para hacer habitar su Nombre (cf. Deuteronomio 12:5-28; Mateo 18:20). Allí Él está presente en medio de sus redimidos.
Tal reunión ¿no constituye el gran privilegio otorgado a todos los hijos de Dios, sobre la base de la unidad del cuerpo de Cristo, según las enseñanzas de la Palabra? ¿No es allí, al estar reunidos con profundo recogimiento alrededor del Señor, donde recibimos refresco para nuestras almas? El Espíritu Santo, representado por el “buen (o precioso) óleo”, hace que nuestros corazones permanezcan ocupados de la preciosa persona de Cristo, nuestro sumo sacerdote (v. 2); entonces el rocío celestial puede derramarse libremente sobre toda la asamblea, así como en el pasado descendía “el rocío de Hermón sobre los montes de Sion”.
En el versículo 2, al óleo se lo califica de “precioso” para señalarnos la virtud del Espíritu Santo, a quien se debe dejar completa libertad de acción, tanto en el culto como en toda otra reunión. De este modo, sin trabas, Él puede dar a conocer a los santos todo lo que concierne a la adorable persona del Señor, sobre quien el Espíritu Santo descendió en forma de paloma, emblema de la pureza intrínseca del santo Hijo de Dios. En este versículo el Espíritu Santo menciona primeramente la “cabeza de Aarón”, símbolo de la autoridad del Señor sobre la Iglesia, que es su cuerpo; siendo Él, glorificado en el cielo, la Cabeza del cuerpo. En consecuencia, la autoridad del Señor se ejerce sobre cada creyente individualmente. Amados hermanos, ¿nos mantenemos habitualmente sumisos a la autoridad del Señor? ¡Que Dios incline nuestros corazones para que ello sea una realidad en nuestra vida!
Luego, el pasaje habla de “la barba de Aarón”, figura de la majestad y de la dignidad del Señor, frente a las cuales nos prosternamos para adorarlo. Seguidamente se mencionan “sus vestiduras”, que nos hablan de las perfecciones y de las glorias de Cristo que, ya ahora, contemplamos por la fe mientras esperamos estar todos juntos alrededor de Él en la gloria, donde lo contemplaremos faz a faz (1.ª Corintios 13:12; 1.ª Juan 3:2-3). Durante todo el tiempo que estemos en esta tierra, en nuestros débiles cuerpos, bien podemos decir que sólo tocamos “el borde de sus vestiduras”.
El disfrute de todas estas cosas tan gloriosas, cuando estamos reunidos alrededor del Señor, hará desbordar nuestro corazón de gozo y de agradecimiento al Dios de amor, como también a Aquel a quien envió del cielo para salvarnos y hacer de nosotros sus dichosos hijos. Así, experimentando en nuestras almas la comunión con el Padre y con el Hijo, disfrutaremos del frescor divino, del rocío celestial… “como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sion”. Entonces, hermanos, al salir de la reunión de culto o de cualquier otra reunión, podremos decir, como antaño lo hicieron los discípulos: “Al Señor hemos visto”; y, al igual que lo fue para ellos, nuestro gozo será grande (Juan 20:19-29). ¿Es éste el sentimiento que llena nuestro corazón cada vez que salimos del lugar donde nos hemos encontrado con el Señor? ¿Qué temas ocupan nuestro espíritu durante las reuniones y, particularmente, cuando salimos de ellas? ¿Difundimos alrededor de nosotros el buen olor de Cristo, el perfume de “nardo puro” que hemos vertido a los pies del Señor, como lo hizo María de Betania?
Otra pregunta parece tener su lugar aquí: ¿en qué estado espiritual se encuentra nuestra alma cuando vamos a la santa presencia del Señor? ¿Vamos siempre habiéndonos juzgado y con el corazón ordenado delante de Dios? ¿O vamos al recinto donde está Jesús y quizá nos encontramos allí con amargura en el alma o incluso con animosidad contra tal o cual hermano, o aun con un pecado no juzgado u otro impedimento? Reflexionemos seriamente acerca de todas estas preguntas y que el Señor ejercite profundamente nuestra conciencia, de manera que, cada vez, podamos ir a su santa presencia con corazones realmente en comunión con Él y llenos de un ardiente amor por su Nombre y por todos nuestros hermanos. De este modo no nos privaremos de la bendición especial reservada a sus amados redimidos reunidos alrededor de Él. Entonces podremos decir con sinceridad:
Henos aquí, Señor, en tu santa presencia,
para unidos gozar tu dulce comunión;
mas, yendo en este erial, sentimos tu ausencia,
ansiando el día aquel de la gran reunión.¡Qué momento, oh Señor!, para tu Asamblea,
cuando al celeste hogar Tú la introducirás,
y en la fiesta nupcial de cerca ella te vea,
de tu gloria y tu paz sin fin la colmarás.
Que Dios, quien quiere bendecirnos sin cesar, nos dé la gracia de experimentar, siempre y sin impedimentos, el frescor que el Espíritu santo desea derramar abundantemente sobre nosotros en las reuniones, inundando nuestro corazón del beneficioso rocío celestial, “como el rocío de Hermón, que desciende sobre los montes de Sion”. Entonces, se elevarán al trono de la gloria la alabanza y la adoración, el cántico eterno de verdaderos adoradores:
A Ti sean gloria, honor y riqueza,
la ciencia eterna y la fortaleza
¡Oh Rey de los siglos!, Señor, Dios y Hombre;
la Iglesia te adora, ensalza tu Nombre
Cordero inmolado, por siempre, ¡Amén!