Luces en el Mundo
“Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:14-16).
Una experiencia complicada es quedarse en medio de un bosque sin luz para seguir el camino. Hace años salí con mis hijos una noche para hacer un recorrido atravesando el bosque. Llevábamos un linterna que nos servía para ver el sendero por donde íbamos y saber por donde teníamos que desviarnos para salir a una carretera y regresar a casa. De pronto, el que llevaba la linterna tropezó y casualmente la lámpara cayó sobre una piedra, dejando de funcionar. Fue realmente difícil encontrar la forma de salir del bosque, en una noche en la que no había luna. Conseguimos encontrar la carretera que buscábamos pero en un punto mucho más lejos de donde hubiéramos deseado.
Jesús se calificó a sí mismo como “la luz del mundo” (Jn. 8:12). El Evangelio según Juan lo presenta como la luz de Dios que hacía irrupción en el mundo en tinieblas, brillando para todos los hombres (Jn. 1:9). En la Biblia la luz equivale al verdadero conocimiento de Dios, de tal modo que el salmista dice: “contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz” (Sal. 36:9). La luz o la vida en la luz está relacionada con la bondad, justicia y verdad (Ef. 5:8-9). El camino del justo está rodeado de luz, que ilumina continuamente su senda produciendo con ello alegría y gozo, por eso la Biblia dice: “luz está sembrada para el justo, y alegría para los rectos de corazón” (Sal. 97:11). La presencia suya en la tierra hizo que el pueblo que andaba en tinieblas viese gran luz (Is. 9:2).
Solo es luminosa la vida de aquel en que Dios se hace vida y luz en él por su presencia. El creyente no es luz por sí mismo, sino que la luz de Dios le es comunicada por la presencia de Cristo en él. El Señor es la única y verdadera luz. Por eso el salmista dice que “el Señor es mi luz y mi salvación” (Sal. 27:1); y, por tanto, sólo en él “veremos luz” (Sal. 36:9).
El creyente no es luz en sí mismo, pero es luz en el Señor. La acción salvadora de Dios hace posible esta transformación, “porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Co. 4:6). Por esa razón dice Pablo, al referirse a los cristianos: “porque en otro tiempo erais tinieblas, más ahora sois luz en el Señor” (Ef. 5:8). Quien permanece en comunión con Cristo, quien vive la luz de Dios en Cristo en su propia vida, es luz a los demás (Jn. 15:4, 5). Andar en luz, brillar, ser luz, es poder señalar el rumbo al que vive en tinieblas, lo que es el cumplimiento fiel de la comisión que Cristo dio a los creyentes (Hch. 1:8).
Esto conduce a la gran lección del testimonio que Jesús enseñó con la figura de la luz: “Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder”. De la figura sencilla de la luz individual a la efusión luminosa de la colectividad de creyentes, que son hijos de luz y deben andar en la luz, brillando en el mundo (1 Ts. 5:5; Fil. 2:15). En algún sentido los creyentes son puestos como señales luminosas en el mundo de confusión y pecado, como fueron Isaías y sus hijos (Is. 8: 18). El énfasis de la metáfora está en situar la luz en un monte alto que no puede ocultarse a la vista. La realidad es a veces otra, pero la evidencia de la luz de Dios en los cristianos debiera ser semejante a la de una gran ciudad edificada sobre un alto, imposible de dejar de ser apreciada por quienes estén mirando en aquella dirección.
La Iglesia está llamada a ser como conjunto de cristianos, luz a un mundo en tinieblas. Su testimonio debiera ser imposible de ocultar y el resplandor de su conducta absolutamente visible para todos los hombres. Nada debiera hacer posible que se ocultase a la vista o pasase desapercibida su presencia. Es la luz suprema de Dios en Cristo brillando en las vidas de todos los que son sus discípulos.
Dios brillando con su luz a los perdidos por medio de personas regeneradas, que en Cristo son luz en el Señor. Una exhortación concluyente: “En otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz (porque el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad), comprobando lo que es agradable al Señor. Y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien reprendedlas” (Ef. 5:8-11). Sólo en este modo se llega a ser verdaderamente luminares que resplandecen en un mundo en tinieblas y orientan los pasos de los extraviados, conduciéndolos a Cristo, la única luz del mundo.
Después de la luz sobre la montaña el Señor pasa a ilustrar la vida del creyente siguiendo la metáfora de la luz en la casa. La enseñanza se introduce mediante una comparación negativa: “ni se enciende una luz y se pone debajo del almud”, es decir, no se enciende para ocultarla, sino para que alumbre. El almud era una medida para grano hecha con madera en forma de cubo o pirámide truncada. Mateo utiliza aquí un término que supone una capacidad de aproximadamente unos trece litros.
En la casa, una sola luz alumbra a todos. La ilustración deriva de las muchas luces sobre un monte a la intimidad de una sola luz en la casa. Un solo creyente puede iluminar a todos los que están con él en el hogar, compartiendo la misma casa. El testimonio luminoso de un creyente no ha de verse sólo en el mundo, sino también en la comunión de la familia. En cada circunstancia el creyente debe manifestarse como aquello para lo que ha sido escogido por Dios: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de Aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:9).
El ejemplo de virtudes, es decir, de la acción poderosa y transformadora de Dios, debe verse continuamente en el hogar, donde la intimidad hace necesariamente más conocida a la persona, que en el mundo o en la iglesia. El ejemplo del hogar de Timoteo es elocuente; allí una madre y una abuela alumbraba con su fe no fingida (2 Ti. 1:5). El testimonio en el hogar es esencial para la propia familia y para el mundo. Nada más frustrante que un cristiano que pretende alumbrar en el mundo y en la iglesia, pero se manifiesta dentro de su hogar con un comportamiento propio de quien está en tinieblas. Nada más contrario al testimonio y que cause mayores fracasos en la evangelización de los hijos, que unos padres que hablan del amor de Dios pero que son incapaces de amarse entre ellos o al resto de la familia.
El creyente debe alumbrar también con su testimonio en la Iglesia, que es la casa de Dios. Es allí donde debe prestarse especial atención en ese sentido. Pablo escribía a Timoteo una carta con el propósito de que supiese como debía comportarse en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente (1 Ti. 3:15). En la congregación de creyentes el testimonio luminoso de quien es luz en el Señor se manifestará en una vida ejemplar que sea referencia a los más jóvenes, sobre todo cuando se trate de líderes, como Pablo exhortaba a Timoteo: “se ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Ti. 4:12). Ejemplo equivale a tipo, modelo a imitar. Ser ejemplo en palabra exige conversaciones ejemplares, positivas y edificantes (Ef. 4:29, 31, 32).
Las conversaciones negativas, los chismes y las quejas, destruyen en lugar de edificar. Una persona resentida se amarga a sí misma y amarga a los demás. El ejemplo se extiende también a la conducta, la forma de comportarse. Especialmente como expresión de amor, mostrando una exquisita consideración hacia los demás, preocupación por el prójimo e interés por el bien ajeno (1 Co. 10:24).
También ejemplo de espíritu, término que no aparece en la mayoría de los mss. pero que tendría que ver con la espiritualidad genuina del cristiano, lejos de cualquier manifestación de mera religiosidad o de piedad aparente, mediante una vida bajo la conducción y dirección del Espíritu (Gá. 5:16). Vida luminosa en el campo de la fe, o de la fidelidad, esto es, un creyente que siendo leal a Dios, manifiesta esa lealtad en el plano de la iglesia local, como expresión visible del fruto del Espíritu (Gá. 5:22). Ejemplo de vida luminosa en el terreno de la pureza, mediante un testimonio intachable, que exige apartarse de cualquier manifestación de intimidades y relaciones pecaminosas, como ocurría en Corinto (1 Co. 5:1). Pero, en general, se trata de una moral digna en conformidad con la ética que Dios establece.
Especialmente los líderes deben brillar en la iglesia con la luz del ejemplo personal. Baste recordar las palabras de Pedro: “Ruego a los ancianos… apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey” (1 P. 5:1-3). El testimonio cristiano de una vida luminosa debe ser visible a todos, tanto en el hogar como en la iglesia.
El Señor determina, junto con el mandamiento de alumbrar, el modo de llevarlo a cabo: “para que vean vuestras buenas obras”. Es el evangelio silencioso que se expresa con acciones y no con palabras. La vida en luz del creyente no alumbra para que el mundo vea al creyente y lo alabe a él por sus buenas acciones, sino que sea un elemento para glorificar a Dios. Las buenas obras son evidencia visible de la fe salvífica. Es cierto que el creyente no se salva por obras, pero se salva para obras. De modo que la fe que no obra, es decir, que no opera en una manifestación de vida transformada, no es verdadera fe, sino mera credulidad (Stg. 2.17, 26). Las buenas obras no se hacen para ser santos, sino porque se es santo. Es decir, no se hacen para santificación, sino como expresión visible de ella. No es suficiente que los hombres oigan el evangelio predicado por los creyentes con buenas palabras, es preciso que lo vean expresado en las buenas obras de quienes lo predican.
Las buenas obras no son el resultado del esfuerzo personal del cristiano, sino el estilo propio de vida de quien ha sido salvo. Es un estilo de vida en consonancia con la voluntad de Dios, que determinó de antemano el buen obrar para que el creyente ande en Él (Ef. 2:10). Es necesario entender bien que Dios no estableció esas buenas obras para que el creyente las practique, sino para que ande en ellas, es decir para que el buen obrar, el pasar haciendo bienes, sea el modo natural de su vida. Este buen obrar conforme a la voluntad de Dios fue manifestado por Cristo, quien anduvo haciendo bienes (Hch. 10:38), por tanto, sólo es posible vivir en la dimensión que Dios demanda en la medida en que se viva a Cristo, y esto depende de la entrega y sujeción a la dirección y control del Espíritu (Gá. 5:16). Las buenas obras no son el resultado del esfuerzo religioso, sino el estilo de vida del salvo, operado en su intimidad por el poder de Dios (Fil. 2:12-13).
El objetivo final del mandato de Jesús tiene que ver con la gloria de Dios: “y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Que Dios sea glorificado por la conducta y testimonio de sus hijos. Es necesario entender claramente que cuando Dios salva a alguien trae una consecuencia inevitable, que es glorificado en él. Por tres veces enfatiza el apóstol Pablo esta verdad, que Dios salva para alabanza de su gloria (Ef. 2:6, 12, 14). El creyente está puesto para glorificar a Dios. Ese debe ser el objetivo principal que motive toda acción: “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Co. 10:31). Una buena forma de entender lo que es correcto o no en la vida cristiana es preguntarse si se puede dar gracias a Dios por lo que se está haciendo, o si aquello está glorificando a Dios.
Esta enseñanza sirve para entender que la alabanza no es una actividad, sino una actitud, que no se alaba con ciertas formas, como el cántico y la oración, sino con cada momento de la vida cristiana. De otro modo, el creyente alaba o desprestigia a Dios con su vida.
Samuel Perez Millos