La espada que traspasa el alma

 

 

 

Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”.
– Juan 19:26-27.
Aquel día, frente a la cruz, María debió recordar claramente las palabras que el anciano Simeón le había dicho hacía más de treinta años, en el templo de Jerusalén: “Y una espada traspasará tu misma alma”.
En ese momento, María no había entendido. Estaba tan llena de gozo, oyendo lo que la gente venía a decirle a su pequeño Hijo, que no atendió esas palabras frías y taladrantes. ¿Una espada traspasando el alma?
Es verdad que a medida que el Niño fue creciendo, ella le vio sufrir mucho, y su sufrimiento era también el de ella, hasta donde podía sentirlo. Los desprecios que recibió eran también para ella. ¿No es así para una madre?
Sin embargo, ahora, al estar allí, frente a la cruz, ¿cómo es que no muere, si tiene una espada clavada en medio de su alma? ¿Cómo puede soportar ver a su Hijo allí, colgando, desgarrada su carne, perdiendo minuto a minuto su sangre, su vida, sin que ella pueda evitarlo? ¿Cómo es que no arremete por entre esa turba para quitarlo de la cruz? ¿Cómo es que…? ¡Oh, la espada no puede ser quitada de su alma! ¡Su Hijo no puede ser quitado de la cruz!
Todo hijo es defendido por su madre, aunque en ello le vaya la vida. A ella no le es permitido hacerlo. Toda madre deja oír sus desgarradores gritos ante el vejamen de que es objeto aquél que ama; pero a ella no le es permitido hacerlo.
Tal como el Padre, allá lejos, vuelve su rostro para no verle, ella aquí, frente a la cruz, inclina la cabeza para no mirarle. Y aun, tal vez, tapa sus oídos para no oír sus desgarradoras palabras. Su cabeza se recuesta débilmente sobre el pecho de Juan. Es todo su consuelo. Por dentro, siente una perceptible fuerza que la sostiene en pie. Eso es todo.
Dos seres viven ese día su momento más amargo. Es el dolor del que ama, ante el ultraje del Ser amado. Uno de ellos, Grande, Sublime, Eterno: es Dios el Padre. El otro, es una pobre (aunque bienaventurada) mujer, de carne y hueso, ahí junto a la cruz, con una espada que traspasa su alma.

 

 

 

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