Año Nuevo
Es indudable que, al comenzar un nuevo año, hemos de desear que éste sea mejor que el año pasado, en el cual hemos visto ruina tras ruina, el derrumbamiento de todos los valores humanos y de todo aquello sobre lo que el hombre podía apoyarse en el mundo. Hubo terremoto y maremoto en nuestro país, fortunas perdidas hogares destruidos, pueblos deportados, bombardeos, incendios, destrucción, devastaciones, hundimientos de grandes países, duelo, frío, hambre, paralización de la industria, desempleo, etc. Hemos atravesado todo esto en los últimos tiempos. Hemos visto miserias indecibles que nos oprimen el corazón, y si quizá no todos tuvimos que pasar por el crisol o la hoguera, son muy pocos los que no han llegado a sentir su calor. Tal como el profeta Habacuc, decimos: “¿Hasta cuándo, oh Jehová?”
Hemos atravesado estas cosas y, desde el punto de vista humano, las perspectivas que tenemos para este año no son mejores. Entonces, ¿cómo no desear que este año sea mejor que el pasado? Pero si, efectivamente, hemos visto abundar los males, ¿no hemos sentido, al mismo tiempo y a través de la prueba, los efectos dulces de la sobreabundante gracia de Dios? Nuestros proyectos, nuestros planes y nuestros deseos han sido trastornados, pero he aquí que, en lugar de hallar la ruina, hemos sido enriquecidos con bienes permanentes, con cosas de lo alto, y hemos recibido en nuestro corazón bienes infinitamente más preciosos que los que hemos perdido. Hemos sentido la simpatía del Señor, hemos gustado su amor, hemos participado de las riquezas de su gracia y de su gloria, hemos aprendido algo más de Él mismo. ¿No compensa esto, y con creces, lo que hemos podido perder?
Teníamos mucho que aprender; cosas que ignorábamos hace un año. Esperábamos que el año nos resultara bueno, en el sentido de poder conservar lo que poseíamos y quizás aumentarlo; esperábamos tener menos dificultades y preocupaciones. Pensábamos quizás en haber finalizado el período en la «escuela de la prueba» y, sin decirlo, esperábamos reposar.
Nuestras esperanzas, nuestros proyectos fueron derribados como por un viento, pues los caminos de Dios no son nuestros caminos, y hemos estado en Su escuela, dura para la carne, pero donde, al mismo tiempo, hemos gustado la bondad del Señor, quien nos ha llevado a sus pies y nos ha dicho, como a Simón: “Una cosa tengo que decirte” (Lucas 7:40). Hemos comprendido que Él tenía una cosa que decir al mundo, a nuestros países y a otras naciones, a la Iglesia, a nuestros hermanos; pero cada uno de nosotros debe decirse: «He comprendido que Él tenía una cosa que decirme, a mí en particular.» Pienso que esto es lo que cada uno de nosotros ha experimentado intensamente el año pasado.
Y si durante el año que transcurrió hemos estado a los pies del Señor, escuchando lo que él tenía que decirnos, disfrutando de su amor, de su paz, de su gozo y de su presencia; si durante ese tiempo hemos conocido mejor a nuestro amado Salvador y hemos aprendido más de él, entonces no diremos que el año que pasó fue malo; bendeciremos al Señor por todas las bendiciones que hemos recibido de su parte durante el año pasado, mientras pasábamos por la prueba. Por cierto, habremos experimentado, maravillosamente, lo que vivieron los compañeros de Daniel en el horno de fuego, estando Él con nosotros.
En este nuevo año, por sombrío que pueda presentarse, caminemos apacible y gozosamente, confiados en la palabra que dice: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (Isaías 26:3).
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DESILUSIÓN Y CERTIDUMBRE
El hombre tiene enraizado en su corazón el deseo de ganar todo lo que puede, de elevarse, de prolongar lo más posible su vida en este mundo, previendo que luego, hasta el final de sus días, podrá gozar de lo que amasó, tal como el rico del cual habla el Señor en la parábola (Lucas 12). Ésa es su meta fija; pero, desgraciadamente, todo esto es sólo para la tierra. ¿Y después? El Señor dice: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios.” Tal hombre está sin Dios, sin esperanza en el mundo (Efesios 2:12).
¡Cuántos esfuerzos hace el hombre para alcanzar su objetivo terrenal! Y en su locura olvida que su vida no está en sus manos, que “no es señor de su camino” (Jeremías 10:23), que el mañana no le pertenece. “Pasa como una sombra. Porque ¿quién enseñará al hombre qué será después de él debajo del sol?” (Eclesiastés 6:12). Las riquezas, la ciencia, los conocimientos, todo lo que haya adquirido mediante la inteligencia que Dios le ha dado, desaparecerá con él.
¡Cuántas almas que rememoran su pasado cuando llegan al término de su vida sienten profundamente las palabras del Predicador: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”! ¿Y qué tienen delante de ellas? Sus corazones experimentan un sentimiento de vacío mezclado con la angustia y el temor de la muerte. ¿Dónde quedaron sus proyectos? ¿Cuál ha sido el resultado de tantos años de dura labor? ¡No queda ni el menor rayo de esperanza!
¡QUÉ DESILUSIÓN!
La vida de tal hombre se puede caracterizar bien mediante dos palabras: vanidad e ilusión. Para él todo estaba fundado en las cosas del mundo, edificó su casa en la arena, pero “la apariencia de este mundo se pasa” (1.ª Corintios 7:31), la arena es arrastrada por las aguas, es decir, por la muerte, y todo desembocará en el juicio.
En contraste con este cuadro sombrío, ¡cuán luminoso es el de la esperanza del creyente, la cual éste asió por la fe “como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor” (Hebreos 6:17-19). Tal esperanza está fundada en la Palabra de Dios, en sus promesas, en la inmutabilidad de su consejo, en la Roca de los siglos. Es una “esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1.ª Pedro 1:3).
A Dios se le llama el “Dios de esperanza”. Por cierto, la esperanza no puede ser aplicada a Aquel que es el Creador de todas las cosas. Todo fue invariablemente fijado por Él desde antes de los siglos y para la eternidad. Él no tiene nada que esperar, nada que recibir de nadie; Él sólo depende de sí mismo, todo le pertenece, todo es para sí. La esperanza es para nosotros; ella nos concierne y es la preciosa parte del creyente.
Nuestro Dios Salvador, en su amor, nos ha dado la esperanza. Ella es para nosotros y nosotros tenemos que esperar todo de Aquel que, después de habernos dado a su Hijo, nos da también con él todas las cosas (Romanos 8:32).
Dicha esperanza nos llena de todo gozo y paz (Romanos 15:13). La fe, la esperanza y el amor caracterizan el estado del corazón del creyente y constituyen su felicidad. Son, en el corazón del fiel, como “cordón de tres dobleces” que “no se rompe pronto” (Eclesiastés 4:12), y contra el cual los esfuerzos del enemigo son impotentes.
Nuestra esperanza es Cristo mismo; tal como el apóstol se lo dice a Timoteo: “Jesucristo nuestra esperanza” (1.ª Timoteo1:1); es estar con Él eternamente, íntimamente asociados a Él en la gloria y unidos en su amor. ¡Oh, ven Señor Jesús a consumarla!
¡QUÉ CERTIDUMBRE!
Koechlin M.
SIETE PALABRAS ALENTADORAS
PARA UNA NUEVA ETAPA EN EL DESIERTO
(Léase el Salmo 73)
Con el primer número del año, recordemos lo que dijo un santo que fue “azotado todo el día, y castigado todas las mañanas” (v. 14). Que el Señor nos aliente al meditar estas cosas, pues pronto daremos los últimos pasos de nuestro viaje por el desierto.
1. A medida que avanzamos por el camino se producen vacíos en las filas de aquellos que amamos, con quienes hemos andado y combatido: “Con todo, yo siempre estuve contigo”, decía Asaf (v. 23). El Señor permanece fiel. Su presencia con nosotros no faltará jamás. ¡Cuán preciosa compañía!
Cuanto más avanzamos, tanto más sentimos nuestra debilidad. A menudo experimentamos lo que leemos en el versículo 2: “Casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos.” ¿Quién podrá preservarnos de caídas? “Me tomaste de la mano derecha”, decía Asaf (v.23). ¡Qué poderoso sostén!
¿Con qué nos encontraremos durante el año que comenzó? ¿Cuáles serán nuestras circunstancias, penas o dificultades? “Me guiarás según tu consejo”, decía Asaf (v.24). Aquí no se trata de los consejos eternos de Dios, sino de Su consejo respecto a cada uno de nosotros para conducirnos según su amor. ¡Qué reposo!
Cada año que pasa, cada día que vuela, nos acerca al final de nuestro viaje. ¿Hacia qué objetivo marchamos? Cuestión angustiadora para muchos. “Tras la gloria me recibirás”, decía Asaf (v.24; otra versión). Para Israel esto será después de que la gloria haya sido manifestada, mientras que nosotros, cristianos, seremos recibidos para entrar en ella: “Y después me recibirás en gloria.” Vemos transcurrir el tiempo sin pesar, porque Él nos conduce a la gloria. ¡Qué objetivo glorioso!
¿Qué hallaremos cuando lleguemos a la gloria? ¿Quién nos dará la felicidad? “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”, decía Asaf. Aquel que pudo darnos la felicidad de manera perfecta en medio de las penas en esta tierra, es el mismo que nos dará la felicidad eterna cuando hayamos llegado a los cielos o a la gloria. ¡Qué Persona tenemos allí!
Mientras esperamos estas cosas, puede ser que suframos en nuestro cuerpo y en nuestros afectos. ¿Dónde podemos refugiarnos? ¿Sobre quién reposar? “Mi carne y mi corazón desfallecen;mas la roca de mi corazón y mi porción es Dios para siempre”, decía Asaf (v.26). ¡Qué refugio y qué porción!
Si nos llegaran a faltar los bienes materiales, ¿en quién podremos confiar para que supla nuestras necesidades de cada día? “En cuanto a mí, el acercarme a Dios es el bien; he puesto en Jehová el Señor mi esperanza, para contar todas tus obras”, decía Asaf. (v.28). Acercarse a Dios mismo es un bien preciosísimo; los que confían en Él jamás se sintieron confundidos. Si supiésemos confiar mejor en Él, podríamos contar sus maravillas y liberaciones más a menudo. ¡Qué bien supremo es poseerlo!
Guignard Alf