¡He aquí el hombre!
Entonces Pilato salió otra vez, y les dijo: Mirad, os lo traigo fuera, para que entendáis que ningún delito hallo en él.
Y salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: ¡He aquí el hombre!
Sin duda por desprecio Pilato presentó a Jesús a la multitud enfurecida, diciendo: “¡He aquí el hombre!” ¡Qué presentación! Jesús acababa de ser azotado. Para burlarse de él fue vestido con unas vestiduras de púrpura (tela teñida de color rojo oscuro que forma parte de las vestiduras de los grandes: sacerdotes, reyes, etc.). En su cabeza le colocaron una corona de espinas… Pero su grandeza moral brilló a través de todas las humillaciones.
El mismo Pilato pudo decir: “¿Luego, eres tú rey?” (18:37), y debió reconocer por tres veces que no hallaba en Jesús ningún crimen, ningún motivo de condenación (18:38; 19:4, 6). “¡He aquí el hombre!” Jesús fue el único hombre que satisfizo completamente las santas exigencias de Dios. Sólo en Jesús Dios encontró una vida pura, la humildad perfecta, el amor que se consagra por completo, la total obediencia…
Lo que el hombre no había podido ni querido dar a Dios, Jesús se lo dio. Dios no había encontrado su gozo en Adán ni en ninguno de sus descendientes. Pero hubo un hombre, Cristo Jesús, quien siempre hizo lo que agrada a Dios. Es el hombre por excelencia. Leemos acerca de él en Hebreos 2: “Le coronaste de gloria y de honra, y le pusiste sobre las obras de tus manos; todo lo sujetaste bajo sus pies…” (v. 6-9). Un día todos lo verán, cuando aparezca en gloria, revestido de “honra y majestad” (Salmo 21:5), coronado de “muchas diademas” (Apocalipsis 19:12).