Acordaos De Vuestros Pastores
«Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.
No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas.» (Heb. 13:7-9)
El tema de la epístola a los Hebreos es la preeminencia de Cristo en todas las cosas. Escrita para aquellos que estaban por nacimiento y herencia inclinados a valorar lo externo, por sobre la gracia salvadora de Dios, la cual venía en directa oposición a todo orgullo y religión carnal. De hecho, esta no pone tanto a un lado los abusos de la ley, como nuestro Señor al tratar con los fariseos hipócritas y llenos de justicia propia, mostrando que toda religión ceremonial, aunque dada por Dios, era sólo temporal. La ley no tenía sino «la sombra de los bienes venideros.» Bellas sombras realmente, y muy útiles al ilustrar la verdad divina, aún así ni por un momento deben confundirse con la sustancia, es decir, Cristo mismo.
De esta manera Cristo es visto preeminente sobre todas las cosas y desplazando todas aquellas que los hebreos estaban tentados a sostener y sustituir por Él. Lo hemos visto como el Hijo de Dios, preeminente sobre los ángeles, y poniéndolos a un lado; como Hijo fiel sobre la casa de Dios, desplazando a Moisés, el siervo fiel en sus días; como el verdadero Sumo Sacerdote, que permanece para siempre, desplazando a Aarón y sus hijos, a quienes la muerte constantemente estaba removiendo; como el mediador del nuevo pacto, sellado con su propia sangre, por tanto un «pacto eterno;» como el perfecto sacrificio por medio del cual somos santificados, «perfeccionados para siempre,» y tenemos libertad para entrar en el lugar santísimo, «por la sangre de Jesús,» desplazando para siempre «la sangre de toros y machos cabríos.» Lo vemos como el Autor y consumador de la fe, quien, habiendo recorrido victoriosamente su camino, se ha sentado sobre el trono de Dios, por ello él es ahora el objeto de nuestra fe, amor y esperanza, mientras corremos el camino, despojándonos de todo peso, y alejándonos de todo aquello que nos distraería.
Sólo Jesús, y siempre Él, es entonces el tema, una y otra vez, puesto delante de los cristianos hebreos, con cada advertencia y exhortación a retener firme la confesión de su fe sin vacilación. Ninguna ordenanza, no importa cuán santa; ningún hombre, no importa cuán venerado, podría por un sólo momento disputar el lugar que sólo Él debe ocupar.
Y ciertamente si los hebreos necesitaban tal advertencia, nosotros que estamos viviendo en estos últimos días, necesitamos siempre ser recordados del «Hijo.» Si no seríamos tentados a alejarnos, pues existe la pronunciada tendencia a tomar un ritual que ministra a la carne de la misma forma. Roma tiene multitudes de devotos no llamados por su nombre; mientras otras multitudes se están volviendo a «diversas y extrañas doctrinas» que exaltan al hombre y degradan al Cristo de Dios. Necesitamos, quizás, como nunca antes, escuchar la voz del pastor, y volvernos sólo a Cristo.
Todos también reconocemos la tendencia a exaltar mucho al hombre, e inconscientemente caer en la idolatría al dar gloria a algún instrumento al cual en su gracia Dios ha querido usar, más bien que a Él mismo. Nos apoyamos indebidamente sobre la mano que nos señala a Cristo, y a menudo hacemos sacerdotes de aquellos que nos han estado recordando que todos somos sacerdotes. Cerramos nuestros labios en presencia del ministerio de aquellos que nos están diciendo, «todos podéis profetizar.» Y de este modo abusamos de los mismos dones dados por nuestra Cabeza glorificada, y una lección al menos que podemos aprender de la remoción de amados honrados siervos de Cristo es no hacer demasiado de ellos, «dejaos del hombre», para aferrarnos más simplemente sólo a Cristo. De esta forma honraremos al siervo por aferrarnos del Maestro.
Aun así, volviendo a la epístola a los Hebreos, encontramos todo un capítulo dedicado a los ejemplos humanos de fe. Una gran nube de testigos nos mira en el cap.11, y al final del libro tres veces el escritor (que, sin duda es Pablo, se oculta a sí mismo para que sólo Cristo pueda demandar la atención de la vista) habla de sus «guías,» o «líderes». Ellos deben recordar a aquellos que han pasado, y deben imitar su fe; deben obedecer a los que quedan, considerando que ellos están cargados con pesadas responsabilidades, y a los cuales deben tener en todo honor y estima.
La Escritura, entonces, no sólo autoriza, sino que también manda recordar a aquellos a los cuales Dios ha puesto como líderes para su pueblo. Olvidarlos significa, a menudo, olvidar la verdad que ellos presentaron, lo que pavimenta el camino para ese adornar «los sepulcros de los profetas» por una impía posteridad que es indiferente a cada advertencia expresada por estos profetas. Existe una correcta y sobria forma de tratar con el ministerio de siervos fieles que estimulan nuestra propia fe, vivifica la conciencia, y nos mueve nuevamente a seguirlos como ellos han seguido a Cristo. Muchas biografías están escritas desde un punto de vista humano; el hombre está ante nosotros más bien que su mensaje. Tales biografías no son útiles; pero ¿quién no ha sido estimulado por las narraciones de devoción, negación propia, e incansable servicio de hombres fieles aquí y afuera? Reconocemos por una parte que ellos eran hombres con pasiones como nosotros, y que un poder obró en y con ellos, que está también disponible para nosotros.
El pasaje que hemos citado al comienzo muestra como podemos «recordar a nuestros guías.» Ante todo, lo que hace su recuerdo provechoso es que ellos nos han hablado la palabra de Dios. No fue debido a una excelencia personal de carácter, ya sea natural o de benignidad; tampoco por grandes actividades y resultados en la obra del Señor, es decir, por considerarlos en si mismos. Lo que da valor al recuerdo del líder es la palabra de Dios con la cual él ha estado identificado, el mensaje que él ha llevado.
Leemos de uno de los valientes de David, Eleazar, hijo de Dodo, que enfrentó solo a un gran ejército de filisteos cuando «los hombres de Israel huían.» Él los hirió «hasta que su mano se cansó y quedó pegada a la espada; y Jehová obró una gran victoria» (1ª Sam. 23:9,10). Su mismo nombre, «Dios es ayuda,» nos lleva a preguntarnos ¿Qué podría haber hecho él contra los filisteos? Su brazo se cansó, pero la mano cansada se aferró a la buena espada, y entonces no vemos más el débil brazo del hombre, sino el poder de Dios detrás de ese brazo cansado, logrando la victoria con esa espada. El hombre ha llegado a identificarse con la espada, y Dios puede usarlo a uno así.
Así son todos los poderosos y valientes de Dios; débiles, y con brazos cansados, pero se aferran a la «espada del Espíritu, que es la palabra de Dios.» Su mismo cansancio y debilidad los hace aferrarse (como Jacob quien, con el encaje de su muslo herido, no puede luchar más, sino sólo aferrarse). A tales hombres puede usar Dios, porque ellos están identificados con su espada, con la palabra de Dios. Recordar a los tales es recordar la espada, la palabra que ellos han llevado. No puede haber más alto honor para un siervo de Cristo que mezclarse, por decir así, con la verdad que ministra; pensar en él, es pensar en la espada que él en su debilidad ha sostenido. El mundo puede honrar a sus soldados, a sus hombres ricos, a sus benefactores, y edificarles monumentos. Ellos son sus grandes hombres que han partido. Los creyentes pueden recordar la memoria de aquellos que han dejado su grandeza en nuestras manos, la palabra de Dios. Hacer esto es simplemente tener el pensamiento refrescado y el corazón tocado por aquello que permanece para siempre.
También debemos considerar los resultados de su andar. ¿En qué ha terminado su vida? Esta ahora ha cesado. La vida de un hombre rico termina, en lo que concierne a lo que deja atrás, en riqueza; un hombre de estado, en poder e influencia. ¿En qué ha terminado la vida del siervo de Cristo? ¿Qué ha dejado como la suma de esa vida? La respuesta, se conecta íntimamente con la cláusula siguiente: «Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siempre.» El resultado de su vida es la permanencia de Cristo. Ellos han pasado de esta escena, pero Cristo, el objeto de su ministerio, permanece. Con Pablo ellos podían decir, «para mí el vivir es Cristo.» Cristo es el fin, la meta de su vida. Partir es estar con Él, lo que es mucho mejor. Felices realmente son aquellos que son llamados a dejar su carga y entrar en el descanso. Ellos lo amaron y le sirvieron aquí; ellos tienen ahora imperturbable paz y descanso mientras esperan con Él allí. El resultado, el fin, de toda la obra de su vida, y testimonio, es Cristo. Ellos gozan de Él ahora plenamente; y han dejado como un legado invaluable a Cristo para nosotros aquí.
Y su vida fue una vida de fe, el rechazo de la justicia y fortaleza de la criatura. Ellos han aprendido a «regocijarse en Cristo Jesús y a no tener confianza en la carne.» No somos llamados a hacer, en detalle, su obra. Dios llama y capacita a cada uno de sus siervos para alguna obra especial, los ejercita en un don particular, con el cual ha sido dotado. No debemos ser imitadores de otro, pero siempre imitadores de la fe que arroja al débil sobre el Todopoderoso.
Finalmente, notemos la advertencia a no ser «llevados por diversas y extrañas doctrinas.» El siervo de Cristo sigue siempre su verdad contra toda oposición del error. Su ministerio, al estar bajo la guía y el poder del Espíritu Santo, lleva al corazón y conciencia la verdad de Dios y la persona del Señor. ¿No necesitamos, como ya se ha dicho, estar especialmente en guardia en estos días contra las sutiles incursiones del error? La persona del Hijo de Dios, su obra expiatoria, su iglesia, el destino de los hombres, todas estas cosas son objeto de los ataques del enemigo. Mantengamos firme la verdad, y a Aquel que es la verdad y su palabra de verdad. Tenemos entonces, cuatro características de un recuerdo propio de los líderes que han partido:
(1) La palabra de Dios ministrada por ellos;
(2) El resultado de su vida, Cristo para ellos y para nosotros,siempre el mismo;
(3) La fe que los ocupó con esta bendita persona; y
(4) La advertencia contra el error.
Si tenemos estas características ante nosotros, sólo habrá beneficio al recordar a aquellos que han partido antes que nosotros.